viernes, 20 de febrero de 2009

La islamización: el suicidio de Europa

Bruce Bawer y otros autores mencionados en el subtítulo de este blog, Spencer y Fallaci, cambiaron mi visión del mundo. Antes de leerlos creía que Europa occidental, y los países nórdicos en particular, estaban más adelantados que los estadounidenses en lo que a moral y compasión por los que sufren se refiere.

Los autores que leí en 2008-2009 transvaloraron mis valores. Siendo éste el tema más importante que pueda imaginar —si Europa no reacciona pronto se convertirá en Eurabia— me veo en la obligación moral de ir recogiendo algunos pasajes de sus libros.

El año pasado publiqué en este blog extractos de la trilogía de Fallaci. Ahora capturaré extractos de las primeras páginas de “Antes del 11 de septiembre: la ceguera de Europa”, el primer capítulo del libro de Bruce Bawer Mientras Europa duerme. Al igual que en mis citas de Fallaci, no interpondré puntos suspensivos entre los párrafos que me salte a fin de agilizar la lectura.

Ya en las primeras páginas Bawer se refiere al brutal asesinato de Theo Van Gogh —descendiente del hermano del famoso pintor— por un holandés musulmán:

Según testigos presenciales, Van Gogh le dijo a su asesino (que por aquel entonces vivía de prestaciones sociales que le pagaba el gobierno holandés): “¡No lo hagas! ¡Piedad!” Y: “Seguro que podemos hablar de esto”. El franco y directo Van Gogh había sido un crítico implacable de la pasividad europea frente al Islam fundamentalista: al contrario que muchos europeos, había entendido la conexión que existe entre la guerra del terror y la crisis de integración europea y había llamado a Estados Unidos “el último rayo de esperanza en un mundo cada vez más oscuro”. [págs. 14s]

Mis amigos y conocidos holandeses dejaron claro que era un tema que no se podía tocar. Entonces llegó el 11-S. Sin embargo, aunque la mayor parte de los países de Europa occidental participó en la invasión a Afganistán y algunos ayudaron a derrocar a Saddam, la contundente respuesta de Estados Unidos dividió a la opinión pública del Continente y abrió un abismo filosófico que a veces se antojaba tan vasto como el propio océano Atlántico.
¿Por qué se dio una diferencia de perspectivas tan acusada entre las dos mitades del Occidente democrático? Una razón fue que la clase dirigente europea occidental —la elite política, mediática y académica que formula lo que llamamos la “opinión europea”— tendía a considerar cualquier disputa internacional susceptible de una solución pacífica.
Ni siquiera los atentados de marzo de 2004 en Madrid —el “11 de septiembre” de Europa— despertaron del todo a la elite europea de su letargo.
Dos días después estaba en Ámsterdam. Me dirigí al escenario del crimen [de Van Gogh]. Había dado por hecho tontamente que me costaría encontrar el lugar exacto. Pero en realidad, habían acordonado un área de unos sesenta metros cuadrados en uno de los lados de la calle Linnaeusstraat. Había montones de tributos florales y alrededor de cincuenta personas abarrotaban la zona, la mayoría de ellas sumidas en profundas cavilaciones. Rodeé el lugar despacio, leyendo las notas que la gente había dejado. “Hasta aquí y no más lejos”, decía una de ellas. “¡Viva Holanda! ¡Viva la libertad de expresión!”, decía otra.
Habían pasado muchas cosas desde que no vivía en Ámsterdam. Primero los atentados del 11-S, luego el asesinato de Pim Fortuyn y por último los atentados de Madrid. Tras cada una de estas atrocidades, yo esperaba que Europa occidental —al menos parte de ella— despertara y se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. [págs. 16-20]

Poco después de mi segundo viaje —para entonces ya había decidido vender mi apartamento y mudarme a Europa— ocurrió algo totalmente inesperado. Para resumir diré que me enamoré y fue un amor correspondido.
Conforme mis semanas en el Viejo Mundo se iban convirtiendo en meses, mi percepción cambió. Me encontré a mí mismo recopilando palabras que empezaran por “i”: individualidad, imaginación, iniciativa, inventiva, independencia de espíritu. A mi juicio, los norteamericanos eran más dados a pensar por sí mismos y a confiar en sus propias opiniones, y menos a dejarse intimidar fácilmente por las autoridades. Estados Unidos, a mi juicio, tenía otra cosa importante: su fe en el futuro. Es el país que gana la mayoría de los premios Nobel y que tiene el doble de licenciados universitarios que Europa. Y sí, este país era responsable de mucha cultura popular mediocre; pero los europeos, según empezaba a darme cuenta entonces, la consumían con la misma avidez.
Como muchos otros norteamericanos, yo había identificado mi país con sus productos más insípidos de cultura pop, y Europa, con los más nobles de su noble cultura. Pero cuanto más tiempo permanecía en Europa, más me sorprendía a mí mismo considerando con buenos ojos la ambición tan característica de mi país. Sin ésta, veía que la vida podía ser algo muy apagado e insustancial. Además, había empezado a darme cuenta de que en gran parte de Europa occidental la apreciación de placares cotidianos estaba ligada a una sofocante conformidad. A veces podía dar incluso la impresión de que aquello en lo que Europa occidental verdaderamente creía era en la mediocridad.
Conforme iba buscando integrarme a la sociedad holandesa, notaba que los holandeses me oponían resistencia. Los europeos occidentales no eran cristianos fundamentalistas. Pero estaba empezando a darme cuenta de que determinados elementos de la población inmigrante, en constante expansión, representaban una amenaza mayor para la democracia que los fundamentalistas cristianos en Estados Unidos.
Durante nuestros seis meses en Ámsterdam, vivimos en tres apartamentos distintos. El primero era un amplio sótano sin ventanas en un barrio precioso; el segundo, aunque estaba en un barrio algo menos bueno, era elegante, con grandes ventanales y una maravillosa vista sobre el canal Oude Schans. El tercero estaba al oeste del centro y justo al otro lado del perímetro, en un barrio llamado Oud West, de mayoría musulmana. Nuestra dirección era Bellamyplein, una plaza claustrofóbica de fealdad dickensiana. Las mujeres llevaban burka. Proliferaban los rótulos con caracteres árabes; también los cochecitos de bebé.
Más tarde habría de encontrar similares contrastes en otras ciudades europeas. Por todo el Continente, el Islam era una presencia enorme y en expansión, y las personas a las que consideraban sus dirigentes no eran los miembros electos del Parlamento sino imanes. Ese mismo año [2004] un orador musulmán dijo a su público en Copenhague que “el laicismo es una repulsiva forma de opresión. Ningún musulmán puede aceptar el laicismo, la libertad y la democracia. ¡Sólo es tarea de Alá legislar cómo debe regularse la sociedad! Los musulmanes desean y ansían que la ley de Alá reemplace la ley de los hombres”.
Un musulmán en Europa no está aislado. Es parte de una familia que, a su vez, es parte de un gran clan, algunas de cuyas ramas viven en el país natal de la familia, y otras en otros países europeos y/o en Estados Unidos. También es parte de una comunidad cuyos miembros se tienen muy vigilados unos a otros. “En el universo del que provengo —declaró Hirsi Ali en The Guardian—, ser un individuo no es algo que uno dé por sentado. [págs. 28-38]

Quizá la más bárbara y menos conocida de estas costumbres sea la mutilación de los órganos femeninos (ablación del clítoris). Luego está la práctica conocida como dumping, mandar a los niños musulmanes europeos al país de origen de sus padres para que frecuenten allí las escuelas coránicas. El objetivo es claro: impedir que se integren en la democracia occidental. Los gastos de esta “reeducación” suelen financiarlos las mezquitas europeas que, a su vez, reciben fondos de los gobiernos musulmanes y europeos. Algunos niños son enviados a esas escuelas ya desde los tres años de edad. En 2004, mis amigas Hege Storhaug y Rita Karlsen de la Oficina de Derechos Humanos regresaron de un viaje a Pakistán con un terrible testimonio de primera mano de una escuela coránica, una madraza, en Gujarat: “Desde fuera parecía una cárcel. Estaba oscura, hacía frío y no tenía electricidad”. Las alumnas, todas niñas escandinavas, no tenían buen aspecto.
En Holanda muchos jóvenes frecuentaban academias islámicas. Estas escuelas, que, como las mezquitas, reciben subsidios del Estado holandés así como de gobiernos islámicos, enseñaban el odio a los judíos, a Israel, a Estados Unidos y a Occidente. Enseñaban a los jóvenes a sentir desprecio por las sociedades democráticas en las que viven y a considerarlas transitorias, destinadas a ser sustituidas por un califato musulmán gobernado por la ley de la Sharia. Y reforzaban también la moralidad sexual que los chicos aprendían en casa, que permite la poligamia (para los hombres), percibe severos castigos para las adúlteras y las víctimas de violación (no así para los violadores) y exige que se aplique la pena de muerte a los homosexuales.
Esas escuelas no existían comúnmente en Holanda, por supuesto, sino en toda Europa. Los libros de texto musulmanes utilizados en Alemania enseñan que “la existencia del pueblo musulmán ha sido amenazada por judíos y cristianos desde los tiempos de las Cruzadas, y es el deber de cada musulmán prepararse para luchar contra estos enemigos”.
Storhaug y Karlsen también han señalado un hecho que la mayor parte de los políticos europeos preferiría pasar por alto, a saber: que un matrimonio forzoso probablemente implicaría relaciones sexuales forzosas, a veces cotidianas. La Oficina de Derechos Humanos estudió noventa casos de matrimonio forzoso en Noruega y descubrió que tan sólo tres de las esposas no sufrían violaciones. Una chica dijo que cuando gritó pidiendo socorro, su nueva familia política, que seguía celebrando la boda en una habitación cercana, “se limitó a subir el volumen de la música”. Otra chica dijo: “Nunca olvidaré el día después de la noche de bodas. Todo el mundo tenía que haber visto el dolor reflejado en mi rostro. Pero ni siquiera mi propia madre hizo ningún gesto que me diera a entender que podía esperar de ella el más mínimo consuelo o ayuda”. Tradicionalmente, en los países musulmanes, una nueva esposa se traslada a vivir con la familia del marido, nunca al contrario.
Para los padres, este esfuerzo de antiintegración [desalentar europeizarse] es especialmente urgente cuando se trata de sus hijas. Algunos llegarán a extremos insospechados para impedir tal contaminación, combinando el dumping y el matrimonio forzado para lograr así la no integración más absoluta. Obligando a su hija a casarse con un pueblerino analfabeto que cree que el marido tiene el derecho de golpearla por cualquier motivo, un padre puede contrarrestar la influencia de Occidente y asegurarse de que su hija, pese a vivir en Europa, tendrá una vida muy similar a la de una campesina de cualquier aldea paquistaní.
La típica chica musulmana residente en Europa occidental vive, así, con la probabilidad de que algún día se la obligue a casarse con un marido importado al que tendrá que obedecer sin falta. Y si lo desobedece públicamente —manchando así el honor de la familia— la familia entera quizá considere que es su obligación sagrada despacharla en un “asesinato de honor”.
Lo que diferencia a estos asesinatos de otros que tienen lugar todos los días en Occidente es que numerosos miembros de la subcultura del perpetrador los consideran defendibles. Según declaraba el periódico The Sun, la policía de Yorkshire, al investigar un asesinato “se topó con un muro de silencio en la comunidad paquistaní de la chica”. Tras el asesinato de Fadime Sahindal, cuando los periodistas entrevistaron a algunos musulmanes noruegos, éstos no quisieron condenar categóricamente el hecho. Más de uno insistió en que el padre había hecho lo que tenía que hacer. Resulta imposible colmar el abismo entre una mentalidad occidental y otra que permite que se lleven a cabo “asesinatos por honor”. Imagínense que violan a su hija, y que como consecuencia se sienten obligados a matarla.
En 2000, una chica de doce años con pasaporte sueco se hallaba de compras con su madre y su hermano en la ciudad natal de su familia en el norte de Irak. Allí conoció a un vecino, que le dio un paseo en el coche. Esta contravención del honor —pasear a solas con un muchacho que no era familia suya— “enfureció a toda la familia”, relató un pariente. Unos sesenta miembros de la familia se reunieron para hablar de matar a la chica. Al final decidieron no hacerlo. No todos estaban de acuerdo. Pero un día de mayo de 2001, la chica, que entonces contaba trece años, salió de su casa y encontró a tres tíos y cuatro primos suyos esperándola en la puerta. Le metieron ochenta y seis balas en el cuerpo. (Como ella, dos de los tíos eran ciudadanos suecos.)
Por horrible que esto pueda parecer, no es nada comparado con la Europa gobernada por la Sharia, que es el sueño de los imanes fundamentalistas. [págs. 40-51]

¿Por qué, se pregunta Sajer, tiene que ser esto así? “¿Por qué tienen estos islamistas tanto poder sobre nosotros? ¿Por qué los respalda el Estado, sin supervisión sin control y sin que muchos otros musulmanes puedan expresar sus opiniones sobre ellos? Hay una gran diferencia entre un musulmán y un islamista, una diferencia tan grande como entre un alemán y un nazi”.
Como yo me marché a vivir a Ámsterdam en 1999, aún no sabía nada de todo esto. Pero quería enterarme. Desgraciadamente, la información no era fácil de conseguir (internet todavía no era la fuente global y exhaustiva que es ahora). Día tras día me pasaba las horas en los cafés hojeando periódicos holandeses, británicos, franceses, alemanes, italianos y españoles (en muchos cafés holandeses hay una gran variedad de periódicos extranjeros al alcance del cliente), pero apenas encontraba referencias a los musulmanes europeos. Recorrí varias de las excelentes librerías de Ámsterdam así como la gran biblioteca de Prinsengracht pero apenas encontré nada. (Ahora sé que el primer libro de Pim Fortuyn, Against the Islamization of Our Culture, se había publicado dos años antes, pero entonces nunca me topé con él.) Tan sólo hallé unos pocos sobre el Islam en Occidente. Casi todos adoptaban una perspectiva confiada y optimista. Por ejemplo, el estudioso estadounidense John Esposito, en su obra The Islamic Threat? (1992), defendía largo y tendido que el Islam no suponía ninguna amenaza, y era categórico al respecto. Y se supone que Esposito era un experto.
Exceptuando esto, poco sabía de los musulmanes europeos. Y no era el único. En 1998 los europeos no tenían ni idea. Los medios de comunicación no habían dedicado su atención al tema, los parlamentos no lo habían debatido y los profesores no habían enseñado nada al respecto en sus colegios. [págs. 54s & 58]

Sus barrios no son guetos temporales que desaparecerán con la integración; son colonias embrionarias que seguirán creciendo como resultado de la inmigración y la reproducción.
El término “colonias” no es ninguna exageración. Como lo expresa el historiador británico Niall Ferguson, “una joven sociedad musulmana al sur y al este del Mediterráneo espera preparada para colonizar una Europa senescente al norte y al oeste del Mediterráneo”. Bassam Tibi, un musulmán liberal que trabaja como profesor en una universidad alemana, ha advertido de que “o bien el Islam se europeíza, o Europa se islamiza”. (Él preferiría lo primero.) Y en julio de 2004, Bernard Lewis —tal vez el experto sobre el islam más destacado— predijo que antes del final del siglo, Europa será islámica.
Los imanes lo saben. “Los musulmanes tienen el sueño de vivir en una sociedad islámica”, declaró un dirigente musulmán en 2000. “Ese sueño sin duda se realizará en Dinamarca. Allí llegaremos a ser mayoría”. En una camiseta popular de los jóvenes musulmanes de Estocolmo puede leerse el siguiente lema: “En 2030 el mundo será nuestro”.
La razón principal por la que me alegraba abandonar Estados Unidos era el fundamentalismo protestante. Pero al final vi que Europa estaba cayendo en las garras de un fundamentalismo aún más alarmante cuyos cabecillas hacían que sus homólogos protestantes norteamericanos parecieran meros aficionados. Falwell era un desgraciado, pero no proclamaba fatwas. Los consejos sobre vida familiar de James Dobson eran atroces, pero no le recomendaba a la gente que asesinara a sus hijas. Los liberales norteamericanos llevaban décadas luchando contra la derecha religiosa; los europeos occidentales ni siquiera se habían dado cuenta de que tenían una derecha religiosa. ¿Cómo eran capaces de no verlo? Desde luego, como homosexual [recuérdese que es Bruce Bawer quien escribe], no podía cerrar los ojos a una realidad tan lúgubre. Pat Robertson simplemente quería negarme el derecho al matrimonio; los imanes querían lapidarme.
La situación era alarmante. Las cosas que yo precisamente más amaba de Holanda —y de Europa— eran las que estaban más amenazadas por el aumento del islam fundamentalista. Y sin embargo, los holandeses no hacían nada. ¿Por qué se negaron a tratar una cuestión que ponía en peligro de manera tan flagrante su libertad? ¿Acaso no veían ellos lo que yo veía?
Una noche cenamos con Stephan Sanders, un escritor gay, conservador y a la vez inconformista, que aparecía frecuentemente en la televisión holandesa y era bien conocido por expresar con franqueza sus opiniones poco ortodoxas. Mencionó de pasada que Holanda, a diferencia de Estados Unidos, no tenía una derecha religiosa. Yo sabía muy bien que sí la tenía; que estaba compuesta de musulmanes, y no de cristianos, fundamentalistas; y que tarde o temprano los holandeses tendrían que afrontar abiertamente el desafío que suponía. Pero por aquel entonces, sin embargo, era obvio que la idea les resultaba demasiado incómoda. Criticar cualquier corriente del islam de la manera que fuera se les antojaba igual que expresar prejuicios raciales o étnicos. En efecto, los holandeses (como el resto de los europeos occidentales en general) consideraban al islam no tanto una religión, como una expresión de identidad étnica. Aunque condenaban con fervor el fundamentalismo protestante —que apenas existía en un país que había sido tan severamente calvinista— los holandeses no eran capaces de pronunciar una sola palabra negativa sobre el fundamentalismo islámico. Cuando me fui de Holanda, yo ya sabía todo esto. Y también sabía que llegaría el momento en que los holandeses también tendrían que afrontarlo.
En abril de 1999 dejamos Ámsterdam y nos fuimos a vivir a Oslo; y el 8 de mayo, en una sencilla y bonita ceremonia en el juzgado, nuestra unión se hizo oficial.
Al vivir en Oslo, pronto me di cuenta de que muchas conclusiones a las que había llegado sobre Holanda podrían aplicarse también a Noruega. En ambos países había una supremacía absoluta de lo políticamente correcto.
Aproveché una oferta que el gobierno hacía extensible a todo nuevo inmigrante: quinientas horas gratuitas de clase de noruego. En las aulas a final del pasillo se veían mujeres con hiyab, acompañadas de miembros varones de sus familias, sin cuya escolta no les estaba permitido salir de casa. Y éstas eran las que tenían maridos permisivos: muchas mujeres que habían de pasarse la vida entera en Noruega estaban casadas con hombres que, al considerar la lengua occidental como un instrumento de corrupción, nunca les permitirían aprender noruego. [págs. 63-69]

Si bien es cierto que algunos jóvenes musulmanes beben alcohol, tienen relaciones sexuales y cometen delitos que no están verdaderamente motivados por la religión, otros, como el asesino de van Gogh y los terroristas del ataque de Londres de 2005 son cultos, devotos y célibes abstemios que nunca robarían ni matarían, pero sí están desando llevar a cabo acciones de asesinato en masa en nombre de Alá.
Nuestro encuentro con una banda en el centro de Oslo tuvo lugar un jueves por la noche. A la mañana siguiente, los periódicos se hacían eco de las últimas investigaciones sobre el asesinato reciente de una anciana de ochenta y tres años. Resultó que los asesinos eran libios a los que se había concedido asilo político en Noruega, a uno de ellos porque había sido condenado a muerte en Libia. Vivía en un centro de refugiados y no se había informado a nadie, ni siquiera a la policía, de que había cometido un delito grave, porque eso no estaba permitido. Al día siguiente, la noticia que acaparaba todos los titulares era un tiroteo en el aeropuerto de Oslo: el resultado de un enfrentamiento por honor entre paquistaníes.
Mientras tanto los problemas sencillamente empeoran. En algunas áreas urbanas de Europa no reina ya ningún orden. Grupos de jóvenes recorren las calles, cometen delitos a plena luz del día, frente a decenas de testigos, sin miedo a que se les detenga ni se les castigue. “En numerosas ciudades francesas con una población islamista radical creciente —observa el profesor de la Sorbona Guy Millière—, ninguna adolescente puede salir sola por la noche, al menos no si no se cubre con una burka de los pies a la cabeza” porque de lo contrario estaría reconociendo que es una puta y pidiendo a gritos que la violen. Las estadísticas que conciernen a la ciudad holandesa de Amersfoot probablemente sean representativas de gran parte de Europa: la policía ha abierto expediente al 21 por ciento de los chicos marroquíes y al 27 por ciento de los somalíes, y sospecha que el 40 por ciento de los marroquíes de entre quince y diecisiete años está involucrado en asuntos de delincuencia. En 2005, un periodista holandés, sacando a colación un incidente sobre bandas marroquíes de Den Bosch que había salido en las noticias, hizo unos cuantos cálculos y determinó que el 80 por ciento de los adolescentes marroquíes de la ciudad estaba “involucrado en distintos tipos de violencia callejera”. [págs. 72-74]

¿Por qué los policías de Oslo renunciaron a tratar el problema de los inmigrantes? ¿Por qué la gente de Ámsterdam se mostraba tan reacia a debatir seriamente nada que tuviera que ver con la inmigración? ¿Y por qué no se encontraba ni una alusión siquiera a la verdad sobre nada de esto en los periódicos y en los noticiarios de la televisión? Cuanto más tiempo vivía en Europa, más obvio me resultaba que la respuesta estaba en el multiculturalismo a prueba de bombas que gobernaba la mente del establishment político, mediático y académico. Por supuesto, me llevó un tiempo comprender que existía tal establishment, y que ejercía un inmenso control sobre las noticias y las opiniones a las que el público estaba (y dejaba de estar) expuesto. El consenso ideológico que caracteriza a los políticos y periodistas de la clase dirigente de Europa occidental no tiene parangón en Estados Unidos.
Y te considerarán “brillante” tus compañeros de la elite académica y mediática, que suscriben el mismo dogma y entienden que es parte de su labor preservar el poder de la elite y seguir ofreciéndole a la gente la misma línea de pensamiento sobre lo brillantes y perspicaces que son sus propios líderes y lo idiotas que son los Estados Unidos. Todo forma parte del legado de la larga tradición feudal europea (la política norteamericana es diferente). En Europa occidental, los que reciben las recompensas más espléndidas suelen ser los que hacen gala de la más firme lealtad al partido. Los que tienen ideas originales y propias no son bienvenidos. Y se arrincona a los que podrían sacudir esos cimientos. [págs. 76-79]

En cuestiones importantes de filosofía política, las diferencias entre partidos disminuyen. Aunque los partidos “de izquierdas” son abierta y orgullosamente socialdemócratas y los de “derechas” no, en la práctica los partidos dominantes casi nunca desafían la fe socialdemócrata en una economía controlada y en la distribución de ingresos, un sistema que se enseña a los niños desde pequeños a ver como el equilibrio perfecto entre el capitalismo al estilo estadounidense y el comunismo al estilo soviético.
En determinadas cuestiones, están todos hombro con hombro, incluso si tiene que ser en contra de una mayoría de la población. Pongamos por ejemplo la pena de muerte. La ficción casi universalmente aceptada es que los europeos desprecian a Estados Unidos por tener pena de muerte. La realidad es que muchos europeos —algunas encuestas sugieren que podría tratarse incuso de la mayoría— también les gustaría tenerla. El problema es que ningún partido dominante, de la tendencia que sea, la respalda.
Hace tiempo que se sigue el mismo patrón con respecto a las cuestiones de inmigración e integración. Durante años, mientras que los europeos de pie se sentían cada vez más preocupados por esas cuestiones, los partidos europeos dominantes —en colaboración con los medios de comunicación y el entorno académico— eludían un debate público sobre ellas. Se ponía en la picota, se ridiculizaba y se mancillaba el buen nombre de casi cualquiera que intentara entablar un debate al respecto. La organización verticalista de los partidos principales mantenía a raya a los políticos; la rigidez filosófica de los jefazos de los grandes grupos mediáticos (muchos de los cuales pertenecían al gobierno o se sustentaban con sus subvenciones) mantenía toda opinión poco ortodoxa alejada de las ondas y las páginas de opinión. Sí, hay pensadores independientes y se puede acceder a sus opiniones (si se pone en ello el suficiente empeño) en algún otro artículo de periódico o, cada vez más, en las bitácoras de los blogs de Internet. En general, sin embargo, las opiniones discordantes se mantienen eficazmente alejadas de los medios de comunicación dominantes.
Aquí es donde entran en escena los llamados “partidos populares”. En numerosos países europeos, tales partidos han sido los únicos en abordar con franqueza las cuestiones del islam fundamentalista, la inmigración y la integración. Y se les ha estigmatizado tremendamente por hacerlo. Los políticos del establishment hablan con altanería sobre lo que es mejor para la “sociedad”, para la “comunidad”, para el “pueblo”, pero cuando aparecen otros políticos que de verdad comunican con las preocupaciones del pueblo sobre las cuestiones más urgentes, los primeros los condenan tildándolos de “populistas”. Algunos de los partidos “populistas” del Continente, como el Vlaams Belang (antes llamado Vlaams Blok) en Bélgica, el Frente Nacional en Francia el Partido de la Libertad en Austria y el Parido Nacional en Alemania, son en efecto grupos más o menos fascistas, obsesionados con la identidad racial, étnica y cultural. Otros, como el Partido del Progreso en Noruega, el Partido de la Independencia en el reino Unido, el Lijst Pim Fortuyn en Holanda y el Partido del Pueblo Danés en Dinamarca, atraen quizá a elementos intolerantes y xenófobos, pero principalmente captan la atención de ciudadanos preocupados por preservar la libertad y la igualdad. Los partidos “populistas” partidarios de la libertad tienden a ver las cosas de una manera que a los estadounidenses les resulta más familiar. [págs. 80-83]


El libro de Bawer consta de más de 400 páginas y recomiendo mucho su lectura. Lo único que quisiera aportar aquí es que, en este último párrafo, estoy en completo desacuerdo con él.
El querer preservar la identidad étnica y cultural de la propia nación no sólo no tiene nada de malo, sino que es la más grande de las virtudes en una época tan oscura como ésta. Adjetivarlo de “obsesión”, “xenofobia” e incluso “fascista”, como lo hace Bawer —o de “populismo” como lo hacen sus enemigos—, es calumnioso. Si hay algo que Europa necesita es una legión de gente preocupada por preservar tanto la cultura occidental como, digámoslo sin rubor, el genotipo y fenotipo de los occidentales nativos. Y eso no se hace importando a millones de extranjeros, mucho menos a quienes anhelan derrocar nuestro sistema para imponernos un califato mundial.