domingo, 21 de diciembre de 2008

La falsa y la verdadera psicología

En mi página de usuario de Wikipedia cité a Robert Godwin:
Ya van más de dos siglos desde que Kant probara la futilidad de usar el lenguaje del "esto" del naturalismo objetivo de la razón pura para describir o capturar el dominio del "yo", la subjetividad. No obstante, la envidia de la física de la mayoría de los sicólogos universitarios hace que cometan el error categorial de estudiar el yo interno como un objeto, cosa que los convierte en eruditos de lo obvio (por ejemplo, los conductistas) o en campeones de lo absurdo. Si tu única herramienta es un martillo tratarás todas las cosas como si fueran clavos, y si tu único método es la "ciencia empírica" tus conclusiones están escondidas en tu método: el yo es reducido a otro hecho objetivo, sin diferencia alguna de las rocas o los planetas.
Cuando leemos la inscripción del oráculo de Delfos, "Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses", lo último que nos viene a la mente es la sicología, el sicoanálisis y la siquiatría. Como dijo Godwin, quienes las promulgan cometen el error categorial de pretender usar el método del mundo empírico para pronunciarse sobre el reino de lo subjetivo.

Fueron los sicoanalistas quienes hace unos decenios solían decir que si Eisenhower se hubiera analizado la historia habría tomado un rumbo diferente. Pero si hay individuos que no se conocen son la mayoría de los profesionales en salud mental. Éstos han levantado un edificio ideológico ignorando la endospección entre muros; cómo fuimos tratados de chicos, y, lo más importante, cómo rescatar nuestras abismales emociones sobre ello.

Si es que la psicología del futuro (aquí sí le añado la "p") ha de promulgar un mandamiento, tendría que ser reintroducir en su estudio las humanidades y la ética: expulsadas virtualmente de su campo de estudio por las ciencias sociales y las disciplinas relacionadas con el movimiento de salud mental. Lo que es más, sólo reconociendo los daños que nos inflingieron nuestros padres, y cómo por esos daños hemos desplazado nuestra ira en otros, será posible entendernos.

En mis textos por publicar he escrito tanto sobre el tema que no creo que sea necesario hurgar más, al menos por el momento, en el asunto.
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César

Los abandonados bebés de Rousseau

A pesar de que Rousseau fue el primero que cruzó la línea de las autobiografías religiosas a las autobiografías seculares —un gigantesco avance—, tomó el título de sus Confesiones de las remotas confesiones de Agustín.

Para entender el papel que los pensadores han jugado en la historia de occidente hay que leer la devastadora crítica que hace Karl Popper sobre Platón. Popper nos dice la gran verdad acerca de los filósofos: "Debemos romper con la deferencia hacia los grandes hombres creada por el hábito". Yo le habría puesto comillas a la palabra "grandes" y habría dicho simplemente que debemos romper con el respeto a los clásicos.

Para lograrlo hay que percatarse de que "gran hombre" significa, en realidad, "individuo influyente": es decir, un individuo que otros hombres tuvieron la ocurrencia de seguir. Si mucho de lo que dicen los clásicos son patentes falsedades, sólo a través de una vocación iconoclasta el auténtico pensador podrá percatarse de las taras no sólo de ellos, sino de la humanidad. En La sociedad abierta y sus enemigos Popper se saltó de Platón a Marx. Habría que expandir su crítica a Agustín, Rousseau y a otros. Así como Agustín fue el pensador más influyente en el medievo, Rousseau fue el pensador más influyente en la edad moderna, el arquetipo del intelectual contemporáneo.

Lo primero que hay que notar sobre Rousseau es que este hombre se creía dotado de un amor excepcional hacia la humanidad, y que por medio de su puro intelecto y buena voluntad podía mostrarnos un camino más justo en cuestiones de pedagogía infantil y teoría política. Habrá pues que analizar su contribución en estos dos campos, aunque sea muy sumariamente, como corresponde a todo ensayo en internet (las grandes disertaciones son para la imprenta y el papel).

Lo que más llama la atención de este hombre que ostentaba su supuesto humanitarismo es que envió a sus cuatro bebés a un orfanato donde dos tercios de los niños morían antes del año; y los que sobrevivían se convertían en vagabundos. Esto es algo que me sorprendió enormemente al leer Los intelectuales de Paul Johnson. Este breve artículo es básicamente un resumen de lo escrito por Johnson en ese libro.

Rousseau escribió cosas como: "Aún no ha nacido la persona que pueda amarme como yo amo". "Nadie tuvo jamás mayor capacidad de amar". "Nací para ser el mejor amigo que jamás haya existido". "Dejaría esta vida con aprensión si llegara a conocer un hombre mejor que yo. Mostradme a un hombre mejor que yo, un corazón más amante, más tierno, más sensible". "La posteridad me honrará... porque es lo que me corresponde". "Si hubiera tan sólo un gobierno ilustrado en Europa, me habría erigido estatuas".

Tal megalomanía me recuerda el Ecce homo de Nietzsche. Sobra decir que, si Rousseau hubiera sido realmente un hombre con un corazón "tan amante, tan tierno y tan sensible" como nos dice, no habría abandonado a sus bebés a un destino donde morían o terminaban en la calle.

Lo que hizo Rousseau con sus hijos fue un crimen. Y esto es vital para entender por qué creo que la autobiografía secularizada de Rousseau aún se encuentran en un etapa alquimista comparada con el genuino estudio del yo. El autorretrato que Rousseau hace de sí mismo es apócrifo, un corazón que se presume sincero ante sus lectores pero que está saturado de nefando egoísmo, cegueras y fatales omisiones de un auténtico examen de conciencia.

Rousseau había dicho en sus confesiones: "Me he mostrado a mí mismo como fui, tan vil y despreciable cuando mi comportamiento fue tal". Esto es absolutamente falso. En 1764 Voltaire había acusado a Rousseau por haber abandonado a sus bebés en un orfanato. Las excusas de Rousseau ante tal acusación son paradigma de una total carencia de autocrítica, y de un remordimiento absolutamente nulo, ante sus acciones. Rousseau escribió: "¿Cómo podría tener la tranquilidad mental necesaria para mi trabajo con mi buhardilla llena de problemas domésticos y el ruido de los chicos? [...]. Sé muy bien que ningún padre es más tierno que lo que yo hubiera sido".

¡Más tierno de lo que él "hubiera sido"! Esto es una total locura. Pero sigamos escuchando a Rousseau:
¡No! Lo siento y lo afirmo a gritos, ¡es imposible! Nunca, ni por un solo momento de su vida, pudo Jean-Jacques haber sido un hombre sin sentimientos, sin compasión, o un padre desnaturalizado.
Ni por un momento de su vida... En su libro Paul Johnson dice que lo más terrible de este hombre y de otros intelectuales pagados de sí mismos no es tanto su casi nula calidad moral, sino que sus seguidores los han tomado por sus palabras, no por sus acciones. Por ejemplo, cuando Rousseau murió y fue enterrado en Île des Peupliers, ese lugar se convirtió en centro de peregrinaje para muchos hombres y mujeres que lo visitaron: como los católicos peregrinan ante las reliquias de un santo. Los hechos de la vida de Rousseau, tan horriblemente expuestos por Voltaire y sus sucesores, no perecen haberle restado luminosidad a la aureola del nuevo santo.

La veneración a Rousseau no se limita a peregrinos supersticiosos. Kant, Schiller, John Stuart Mill y Tolstoi lo alabarían en sus escritos. El poeta Shelley fue más lejos: siguiendo el ejemplo de su ídolo Rousseau, Shelley abandonó a su propio hijo en un orfanato, quien murió ahí a los dieciocho meses de internado. Johnson, quien cree que el historiador no debe reservarse el derecho a juzgar, concluye que "todo esto es muy desconcertante y sugiere que los intelectuales son tan poco razonables, tan ilógicos y tan supersticiosos como cualquiera". A mi modo de ver, lo que hicieron Rousseau y Shelley es justo lo que Lloyd deMause llama una forma discreta de infanticidio.

En La india chingada (inédito: pronto buscaré editor), cuando hablaba de mis desventuras en el Colegio Tepeyac Del Valle, me pregunté que cómo era posible que, desde la publicación del Emilio de Rousseau, un siglo después aún existieran escuelas en Europa como la que atormentó a Stefan Zweig; y dos siglos después del Emilio escuelas como la que me atormentó a mí. Cuando escribí el primer borrador de ese libro, hace ya más de ocho años, no sabía cómo contestarme. Ahora sé cómo hacerlo.

En la primera página del Emilio podemos leer:
Casos hay en que un hijo que falta el respeto a su padre puede merecer una disculpa; pero si en un lance, sea cual fuere, se hallare a un hijo de tan mal natural que falte respeto a su madre [...] bueno fuera sofocar a este desventurado, como un monstruo que no merece ver la luz del día.
En subsecuentes páginas da la impresión de que Rousseau condena la educación tradicional en términos muy semejantes a como Zweig lo haría en el siglo XX. Pero, como dije, al leer esta primera página del Emilio no pudo sino venirme a la mente el análisis de deMause sobre el impulso infanticida de los padres hacia sus hijos. El hecho que "la mayor utopía pedagógica de todos los tiempos", como la llaman los ingenuos, inicie con una monstruosidad como la que cito arriba, le pega al clavo para ilustrar aquello que en mis escritos denomino neandertalismo.

Rousseau no era, como presumía ser y como lo ven las generaciones venideras, un aventurero de la mente que, con el puro apoyo de su razón, nos ayudó a entender y construir una sociedad mejor. Más bien, fue una criatura del ambiente cultural de su tiempo. Parte de lo que dicen sus escritos no son sino lugares comunes llevados al papel en su despacho "sin los problemas domésticos y el ruido de los chicos". Por ejemplo, la propuesta de Rousseau de "sofocar" al hijo, ese "monstruo que no merece ver la luz del día" que "le falta el respeto a la madre" refleja en grado extremo lo que Alice Miller ha llamado pedagogía negra. Como lo demuestra Foucault, desde el edicto del Rey Sol en 1656 había sido la nación en que nacería Rousseau el país que dio a luz una seudociencia inquisitorial que se alía con los padres en conflictos con los hijos, la siquiatría. La cultura francesa del siglo XVIII no había reconocido la existencia de terribles abusos de los padres hacia los hijos. Ni Voltaire mismo, quien escribió que uno debe honrar a sus padres (Diccionario filosófico Tomo II, Madrid: Ediciones Temas de Hoy, publicado el año 2000, página 318). Dos siglos tendrían que pasar para que Alice Miller escribiera libros cuestionando abiertamente el mandamiento de honrar a los padres.

Rousseau no sólo fue egoísta hacia sus hijos. Acerca de Thérèse Lavasseur, quien dio a luz a los bebés que internaría en el orfanato y con quien vivió hasta que Rousseau murió, éste dijo: "Nunca sentí el menor rastro de amor por ella [...], las necesidades sensuales que satisfice con ella fueron puramente sexuales y no tenían nada que ver con ella como individuo".

En otras palabras, Thérèse era un objeto sexual. Una vez que el objeto fue usado y que Rousseau se sintió "satisfecho", desechó al producto de sus "necesidades sensuales" —los niños—, con mayor egoísmo que con el que se expresaba de su mujer.

Pero Thérèse no fue un caso aislado. Madame de Warens había rescatado a Rousseau de la indigencia. Cuando el escritor prosperó, Rousseau apenas hizo algo cuando de Warens se enfermó y murió en la pobreza. El conde de Charmette regañó a Rousseau por no "haber devuelto siquiera una parte de lo que le había costado a su generosa benefactora". Y algo análogo podría decirse de la conducta de Rousseau hacia Madame d'Épinay, otra de sus numerosas benefactoras.

Las relaciones de Rousseau con sus colegas fueron malas. Se peleó con Diderot, a quien tantos favores debía, y además de Voltaire se peleó con David Hume, quien tan hospitalario había sido con él cuando lo invitó a Inglaterra.

Rousseau desarrolló una visión paranoica con Hume. Se metió en la cabeza la idea de que Hume era el cerebro de un vasto complot internacional contra él que implicaba a un gran número de personas. Llegó a creer que su vida peligraba, y cuando salió de Inglaterra se encerró en el camarote de un barco con la idea que Thérèse era parte del complot que intentaba retenerlo en ese país. El complot era
Inmenso, inconcebible [...]. Construirán a mi alrededor un cerco impenetrable de penumbra [...]. Si viajo, todo estará preparado por anticipado para vigilarme en cualquier sitio que vaya. Se pasará el dato a pasajeros, cocheros, poderosos.
No cabe duda que la tradición occidental ha sido infinitamente estúpida al considerar a los paranoicos Agustín y a Rousseau como conocedores de su alma.

Nadie que sea ciego ante sus defectos puede llegar a ser un autobiógrafo de verdad. No está de más refrasear a Zweig. Como la autobiografía requiere de la verdad desnuda, nos dice Zweig, el autobiógrafo ha de jugar el papel de denunciante de sus defectos. Sólo un individuo maduro, uno completamente familiarizado con la manera como funciona su propia mente, puede atreverse a decirlo todo sin reticencia alguna: especialmente sus defectos. Zweig concluye que por esa razón "el autorretrato psicológico ha aparecido tan tardíamente entre las artes, perteneciendo exclusivamente a nuestros días y a los venideros".

Las palabras de Zweig descalifican a Rousseau como conocedor de su propia alma. En palabras de Hume, Rousseau era "un monstruo que se veía a sí mismo como el único ser importante en el universo". Diderot añade que fue "falaz, vanidoso como Satán, desagradecido, cruel, hipócrita y lleno de malevolencia".

Es notable cómo contrastan los juicios de la gente que lo conocía con la apoteosis que occidente hizo de Rousseau. Llegado a este punto, quisiera sobrepasar los límites de la autobiografía rousseauniana porque estoy convencido que su percepción egomaníaca de sí mismo se encuentra estrechamente relacionada con los males de la humanidad. En Cómo asesinar el alma de tu hijo (inédito hasta el momento de escribir) había dicho que la postura de Freud hacia los inquisidores de antaño, y hacia los siquiatras de su tiempo, invalidaba su edificio analítico. Lo mismo piensa Paul Johnson del mayor crimen que cometió Rousseau.

Johnson escribió:
Rousseau afirma que cavilar sobre su conducta hacia sus hijos lo llevó finalmente a formular la teoría de la educación que expuso en Emilio. También ayudó claramente a dar forma a su Contrato Social, publicado el mismo año. Lo que empezó como un proceso de autojustificación para un caso particular —una serie de excusas apresuradas, mal pensadas, para un comportamiento que desde el principio debió reconocer como antinatural— evolucionó gradualmente hasta convertirse en la proposición de que la educación era la llave del perfeccionamiento social y moral y, por eso, una cuestión que concernía al Estado. El Estado debe formar la mente de todos, no sólo cuando son niños [...] sino como ciudadanos adultos. Por una extraña cadena de infame lógica moral, la iniquidad de Rousseau como padre fue vinculada con su progenie ideológica, el futuro Estado totalitario.
Esto es clave para entender lo que he estado tratando de decir al hablar tanto de Miller y deMause. Johnson usa estas duras palabras porque lo que Rousseau promovió en El contrato social iba a ser sistematizado por Marx y posteriormente institucionalizado por Lenin. Bajo el contrato social de Rousseau la obligación del individuo era "enajenarse, con todos sus derechos, a la comunidad total", es decir, someter al hombre a un gobierno tan omnipresente con sus súbditos como su padre con él. "Entregadlo por entero al Estado" para que pueda "poseer a los hombres y todos sus poderes".

Más claro caso de transferencia en política de las heridas de la infancia, como tantas veces ha escrito Miller sobre el tema, es difícil de hallar. No debe restársele parte de culpabilidad a estas fantasías rousseaunianas sobre los crímenes totalitarios que en el siglo XX se cometerían cuando tales ideas crecieron cual baobab hasta cubrir buena parte de la Tierra.

Por más dispares que ambos memorialistas sean, Agustín y Rousseau tuvieron conflictos psíquicos con quienes los criaron que acarreaban desde la infancia; conflictos que los movieron a desahogarse por medio de un libro que titularon de idéntico modo. No cabe duda que la historia de la verdadera biografía, la psicobiografía preconizada por Miller, apenas empieza.
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César

Will Durant y la nefasta influencia de Asia en Occidente

La influencia del misticismo asiático en Occidente ha sido nefasta: desde las secuelas de las invasiones de Alejandro Magno hasta la influencia contemporánea en el movimiento new age. Las extensas citas del libro de Durant, Historia de la filosofía, le pegan al clavo a lo que quiero decir. Me ahorraré poner puntos suspensivos entre corchetes para darle más agilidad al texto. En Historia de la filosofía (Joaquín Gil, editor, Buenos Aires, 1961) Will Durant escribió:

Cuando Esparta bloqueó y obligó a Atenas a rendirse (hacia finales del siglo quinto a. de J.C.), la madre de la filosofía griega y del arte perdió la supremacía política y declinaron el vigor y la independencia del espíritu griego. Cuando en 399 (a. de J.C.) fue ejecutado Sócrates, el alma de Atenas casi murió con él, pues se prolongó únicamente en su orgulloso discípulo, Platón. Y cuando Filipo de Macedonia derrotó a los atenienses en Queronea (338 a. de J.C.) y, tres años después, Alejandro arrasó hasta sus cimientos la gran ciudad de Tebas, a pesar de haber respetado ostentosamente la casa de Píndaro, no pudo ocultarse que la independencia de Atenas, en cuanto a gobierno y en cuanto a pensamiento, había sido irrevocablemente destruida. La dominación de la filosofía griega por el macedonio Aristóteles reflejaba el dominio en la política griega de los viriles y jóvenes países del Norte.

El mismo Alejandro, en el momento de su triunfo, fue conquistado por el alma de Oriente. Se casó (entre otras esposas que tuvo) con la hija de Darío; adoptó la diadema y el vestido real de los persas; introdujo en Europa la noción oriental del derecho divino de los reyes; y, finalmente, dejó estupefacto al escepticismo griego, al anunciarle, en magnífico estilo oriental, que él era un dios. Grecia se echó a reír; y Alejandro se entregó a la bebida hasta matarse.

Es curioso cómo leo yo la historia y cómo la leen otros. A partir de mi descubrimiento de la psicohistoria, mi visión sobre el mundo clásico cambió sustancialmente. Ahora veo cosas que antes se me pasaban del todo desapercibidas. Alejandro arrasó Tebas, donde, si bien recuerdo en una de mis lecturas, se comenzaba a cuestionar la práctica del infanticidio por medio del expósito.

Esto es absolutamente central para entender el verdadero porqué de la decadencia de Grecia. Partiendo de lo que Lloyd deMause llama evolución psicogénica, se ve claro que el mundo helénico sufrió una regresión. Los filósofos griegos aprobaban el expósito en tiempos en que Filipo V de Macedonia quería prohibir la limitación de la familia a través de esas prácticas. Y cuando posteriormente Roma conquistó la península, los decadentes griegos habían estado incrementando no sólo el aborto, sino el infanticidio, especialmente a través del expósito de bebés niñas. El saldo psicológico de esta regresión en puericultura fue una regresión al pensamiento mágico. Durant escribió:

Esta sutil infusión del alma oriental en el cuerpo fatigado del dominador griego fue continuada por la introducción de las sectas y las religiones orientales en Grecia, las cuales llegaban por aquellas mismas vías de comunicación que el joven conquistador había abierto; aquella ruptura de los diques vertió el océano del pensamiento oriental en las tierras bajas del todavía adolescente pensamiento occidental.

Las creencias místicas y supersticiosas que habían arraigado entre las poblaciones bajas de la Hélade se vieron reforzadas y se propagaron; y el espíritu oriental de apatía y resignación halló un suelo preparado en la Grecia decadente y desalentada. La introducción de la filosofía estoica en Atenas por el mercader fenicio Zenón (alrededor de 310 a. de J.C.) no fue sino una de tantas infiltraciones orientales. Tanto el estoicismo como el epicureismo, la apática aceptación de la derrota y el esfuerzo para olvidarla en brazos del placer, eran teorías para demostrar que se podía ser feliz, aunque fuera bajo el yugo y la esclavitud; exactamente lo mismo que el pesimista estoicismo oriental de Schopenhauer y el desalentado epicureismo de Renán, fueron, en el siglo XIX, símbolos de una Revolución quebrantada y de una Francia destrozada.

Claro que estas antítesis naturales de la moral filosófica no eran del todo nuevas en Grecia. Las hallamos en el sombrío Heráclito y en el "filósofo risueño" Demócrito; y vemos cómo los discípulos de Sócrates se dividieron en cínicos y cirenaicos bajo la dirección de Antístenes y Aristipo, que enaltecían los unos la escuela de la apatía, y los otros la felicidad. Pues bien, éstas eran modas exóticas de pensamiento: la imperial Atenas no las aceptó. Pero cuando Grecia vio a Queronea ensangrentada y a Tebas hecha cenizas prestó oídos a Diógenes y, una vez la gloria se hubo alejado de Atenas, ésta ya estaba madura para Zenón y Epicuro. Zenón fundó su filosofía de la apatía en un determinismo que otro estoico posterior, Crisipo, apenas pudo distinguir del fatalismo oriental. Así como Schopenhauer consideraba inútil para la voluntad individual luchar con la voluntad universal, los estoicos argüían que la indiferencia filosófica era la única actitud razonable para una vida en la cual la lucha por la existencia está condenada tan injustamente a una derrota inevitable. Puesto que la victoria es completamente imposible, hay que despreciarla. El secreto de la paz no consiste en que nuestras realizaciones sean iguales a nuestros deseos, sino rebajar nuestros deseos al nivel de nuestras realizaciones. Ante la guerra y la muerte inevitables, no queda otra sabiduría sino la ataraxia: "considerar todas las cosas con espíritu tranquilo". Bien se advierte aquí que ha desaparecido la antigua alegría pagana, y que un espíritu casi exótico tañe una lira rota.

Aquí Will Durant escribe varios párrafos sobre Lucrecio:

Y si tal es el ánimo del seguidor de Epicuro, podemos imaginarnos lo que tendría de risueño el optimismo de los estoicos declarados, como Marco Aurelio y Epiceto. No hay nada en toda la literatura tan deprimente como las Disertaciones del Esclavo, si no son las Meditaciones del emperador. "No pretendas que las cosas que han de venir sucedan como tú quieras. Por el contrario, has de querer que vengan como hayan de venir, y así harás lo que debes". No hay duda de que así uno puede dictar el futuro y jugar el papel de autoridad regia ante el universo. La historia nos dice que el amo de Epiceto, que lo trataba con insistente crueldad, un día, para pasar el rato, se entretenía en retorcerle la pierna. "Si continúas, dijo Epiceto tranquilamente, me romperás la pierna". Continuó el amo y la pierna se rompió. "¿No te decía yo —observó Epiceto dulcemente— que ibas a romperme la pierna?" Verdaderamente hallamos en esta filosofía cierta nobleza mística, como el valor tranquilo de algún pacifista de Dostoievski. "Nunca digas que has perdido alguna cosa, sino que la has devuelto. ¿Se te murió tu hijo? Lo has devuelto. ¿Se te ha muerto tu mujer? La has restituido. ¿Te han privado de tu campo? ¿Acaso no lo has devuelto también?" En tales pasajes sentimos la proximidad del cristianismo y de sus indomables mártires; y en efecto, ¿no fueron acaso fragmentos de doctrina estoica, que flotaban en la corriente del pensamiento, los que formaron la ética cristiana de la abnegación de sí mismo? En Epiceto, el alma grecorromana ha perdido su paganismo, y se halla preparada para una fe nueva. Su libro mereció el honor de ser adoptado como manual religioso por la Iglesia Cristiana primitiva. De esas Disertaciones y de las Meditaciones de Marco Aurelio a La Imitación de Cristo no hay más que un paso.

La riqueza de Roma se convirtió en pobreza, la organización en desintegración, el poder y el orgullo en decadencia y apatía. Las ciudades se desvanecían en el indistinto interior; las carreteras se hallaban en el mayor descuido y ya no rumoreaba por ellas el comercio; las pequeñas familias de los romanos distinguidos fueron suplantadas por las incultas y vigorosas cepas de los germanos que llegaban trepando las fronteras, año tras año; la cultura pagana cedió a los cultos orientales; y de un modo imperceptible el Imperio romano se convirtió en Papado.

El abismo que nos separa a nosotros, hijos tardíos del mundo grecorromano, de la visión pesimista de las religiones que surgieron en Asia, y especialmente en la India, queda reflejado en estas espléndidas páginas de Historia de la filosofía.

Las secuelas fueron muy graves. Parece increíble que durante quinientos años de la cristiandad los hombres comunes, incluyendo los reyes, no supieran leer. El saber de la cultura clásica no se había perdido: había sido voluntariamente destruido. San Gregorio mismo fue alabado por quemar bibliotecas enteras. Como ven al mundo los humanistas seculares después de Gibbon, el reino de los mil años de oscuridad se debió a que una secta tomó el poder en Europa. Yo diría que la etiología raíz de esta catástrofe fue la regresión psicogénica en que el mundo grecorromano decayó. Durant escribió:

La Iglesia, sostenida en sus primeros siglos por los emperadores, cuyos poderes absorbía poco a poco, creció rápidamente en número, en riqueza, en el carácter de su influencia. En el siglo XIII había ganado un tercio del suelo de Europa, y sus arcas reventaban con las donaciones de ricos y pobres. Durante mil años unió, con la maravilla de una creencia invariable, la mayoría de los pueblos de un continente. Jamás, antes ni después, existió organización alguna tan extensa. Pero tal unidad requería, como pensaba la Iglesia, una fe común exaltada por sanciones sobrenaturales, más allá de los cambios y corrosiones del tiempo; por eso, el dogma definido y definitivo extendió su corteza sobre el espíritu adolescente de la Europa medieval. Y debajo de esa corteza se movió estrictamente la filosofía escolástica de la fe a la razón, y viceversa, dentro de un círculo de hipótesis sin criticar y de conclusiones preestablecidas. En el siglo XIII toda la cristiandad se sintió estremecida y aguijoneada por las traducciones árabes y judías de Aristóteles; pero el poder de la Iglesia era también capaz de asegurar la metamorfosis de Aristóteles en teólogo medieval. El resultado fue de sutileza, pero no de sabiduría. "El ingenio del hombre y el espíritu del hombre —como dijo Bacon—, cuando actúan sobre la materia, trabajan conforme a las necesidades de ésta y se hallan limitados por esta causa; pero cuando actúan sobre ellos mismos, como la araña teje su tela, su trabajo es infinito, y producen tejidos de saber, admirables por la fineza de la trama de la obra, pero sin sustancia y provecho". Tarde o temprano el intelecto europeo había de romper aquella corteza.

Después de mil años de cultivo el suelo volvió a florecer; sus productos se habían multiplicado con un exceso, que compelía al comercio; y el comercio volvió a construir grandes ciudades en sus encrucijadas, donde los hombres pudieron cooperar para fomentar la cultura y reconstruir la civilización. Los Cruzados abrieron las rutas de Oriente, y el paso a una corriente de lujos y herejías enemigos del ascetismo y del dogma. El papel llegaba muy barato de Egipto y sustituía al costoso pergamino que había reducido el saber al monopolio de los sacerdotes; la imprenta, que había esperado largo tiempo, irrumpió como un explosivo y difundió por todas partes su ilustradora y destructiva influencia.

Valientes marineros armados de brújulas se aventuraron al misterio de los mares y acabaron con la ignorancia en que se hallaba el hombre respecto a la tierra; observadores valientes armados de telescopios quisieron ir más allá de los confines del dogma, y desvanecieron la ignorancia en que se hallaba el hombre respecto al cielo. Aquí y allá, en las universidades, en los monasterios y en escondidos retiros, los hombres cesaron de disputar y empezaron a investigar; desviándose del empeño en cambiar los metales en oro, la alquimia se trasmutó en química; saliéndose de la astrología, los hombres, todavía a tientas, con tímido atrevimiento pasaron a la astronomía; y de las fábulas sobre animales parlantes salió la ciencia de la zoología. El despertar comenzó con Roger Bacon (m. en 1294); aumentó con el saber ilimitado de Leonardo (1452-1519); llegó a su plenitud con la astronomía de Copérnico (1473-1543) y Galileo (1564-1642), con las investigaciones de Gilbert (1544-1603) acerca del magnetismo y la electricidad, de Vesalio (1514-1564) sobre anatomía, y de Harvey (1578-1657) sobre la circulación de la sangre. A medida que el saber aumentaba, el miedo disminuía; los hombres pensaban menos en venerar lo desconocido, y más en dominarlo.

Todo humano espíritu se sentía elevado por una confianza nueva; se habían roto las barreras; ya no había límites para lo que el hombre se propusiera realizar.

La recapitulación de Durant desde la época de Aristóteles al Renacimiento, alta visión de águila que me recuerda algunas evaluaciones históricas de Octavio Paz, dejó una honda huella en mi pensamiento: especialmente en lo que a la influencia de la India en nuestro hemisferio se refiere. Desde que asimilé el pensamiento de Durant y otros, no volvería a ver con los mismos ojos a la religión oriental, la subcultura hippie, el new age e incluso las sicoterapias occidentales que, a diferencia del espíritu ateniense, renacentista o ilustrado, nada hacen para cambiar al mundo.

Qué estúpido me parece ahora prender incienso para meditar con música new age, en vez de luchar para erradicar a las familias abusivas y, por ende, a la pobreza. Comparado con toda suerte de new agers y la chabacana cultura que me rodea, me he imbuido del más puro severitas romano. Y no creo que Epiceto no sufriera: ¡embustero! En Grecia se contaba la anécdota de que un orgulloso sofista afirmaba que el dolor físico no existía, y para comprobarlo se arrojó a las llamas —otro mal augurio de lo que esos locos que la cristiandad llama santos harían tiempo después.

Jamás olvidaré mi primera lectura de El ascenso del hombre de Jacob Bronowski. Tan fuerte había sido en 1978 la impresión de un clásico en budismo, Los tres pilares del zen, que en los años ochenta, cuando, con un nuevo espíritu explorador, leía textos sobre ciencia, aún brillaba en mi mente las bellas historias sobre Buda. Cuando en el capítulo final de su libro Bronowski se quejó de que Occidente estuviera rodeado "de budismo zen" y de alegatos sobre "percepción extrasensorial", creí que en ese punto él tenía una limitación.

Muchos años iban a pasar para que comprendiera que el viejo tenía razón. Y es que en esos tiempos juveniles no sabía distinguir entre las cautivantes historias del Buda del dogma, y las del Sidjata Gotama histórico (como lo hice en este Blog en la entrada sobre Buda).

Las prácticas budistas originales, conocidas como vispassana, son tan austeras que requieren de años de silenciosa meditación diaria, donde el sujeto se sienta y no dirige su atención absolutamente a nada, salvo a la propia respiración. Cada vez que un pensamiento discursivo irrumpe en la mente se le aparta. Los proponentes de las nuevas sectas como Meditación Trascendental alegan que, si un porcentaje de los residentes de una ciudad meditan según su regla, los problemas sociales y políticos mejorarían. Pero basta ver a las naciones en que floreció el hinduismo y el budismo, o a la California contemporánea tan llena de gurús, sectas y marabunta de migrantes neandertales, para comprobar que a pesar de sus incontables meditadores tienen los mismos problemas que sus vecinos.

Como lo vieron Durant y otros desde Francis Bacon, el espíritu que refleja lo mejor de nuestra cultura es el de los hombres de la Atenas anterior a Alejandro; del Renacimiento, y el de la Ilustración.

Infortunadamente, en Occidente ahora vivimos una época de regresión hacia el pensamiento místico.

El Sidjata histórico y el Buda del dogma

La vida de la casa, ese lugar de impureza, es estrecha; la vida en nuestra comunidad de monjes es el aire libre. —Sidjata Gótama


KARMA: UNA DOCTRINA ABYECTA


BUDA FUE un hombre incomparablemente mejor que los fundadores de las otras religiones mayoritarias: Moisés y los otros creadores del judaísmo; Pablo, el verdadero inventor del cristianismo, y Mahoma. A diferencia de éstos, Buda no fue intolerante con las otras religiones. El cristianismo de Constantino, Constancio y Teodocio destruyó la cultura grecorromana; y las conquistas de Mahoma y su descendencia fueron hechas por la espada. Los discípulos de Buda no fundaron iglesia alguna. Su propuesta se parece más a la de un San Francisco y a su regla de órdenes mendicantes, de la que hablaré en otro hilo de discusión. La regla de la religión que creó Buda la llamó vinaya. La superioridad ética de Buda frente al exterminio de incircuncisos por los hebreos de Josué, o las fes coercitivas como el cristianismo y el islam, no puede ser mayor.

Antes de que mi hermano Germán estudiara cursos de Cienciología, había realizado un viaje a la India y a Nepal para visitar monasterios budistas. Una marabunta humana de miserables nativos lo acosó a lo largo del viaje pidiéndole limosnas.

La India ya sobrepasó los mil millones de personas. Si los occidentales que la visitan en busca de iluminación no estuvieran obcecados, lo primero que harían sería condenar a una cultura donde reina la más abyecta reproducción de miserables. Si bien la tradición le atribuye al Buda que éste rechazaba el sistema de castas del hinduismo y que fue consciente de la pobreza, tal postura fue completamente eclipsada por su misticismo. ¿Por qué los occidentales se niegan a ver que, en vez de tierra de iluminados, la India está cubierta por la oscuridad más ominosa del alma? El mismo Germán, que buscaba la luz en esas tierras, me dijo: "Los monjes eran unos huevones" y que "sólo querían ser mantenidos" (huevón es vulgarismo mexicano por flojo: significa que los testículos le pesan tanto a un hombre que no quiere trabajar). Tengo la impresión que ese viaje de desencanto orilló a mi hermano a Cienciología: supuestamente, una reformulación occidental del budismo.


BUDA NO REPUDIÓ la doctrina que la conducta de una persona influencia el destino de su siguiente encarnación. Ese justificar la pobreza culpando a los pobres, y no al sistema familiar y social, de putativos pecados en vidas anteriores ha sido el milenario escollo para eliminar la pobreza y marginación en la India. Esta sola razón me basta para considerar la doctrina de la reencarnación, tal como la entienden hinduistas, budistas, cienciólogos y algunos new agers, como algo abominable; y la mejor manera de mostrarlo es ver lo que hoy día sucede en la tierra natal de Buda.

En junio de 2003 National Geographic publicó un artículo, con carta del mismo editor al inicio de la revista, donde se denuncia el sistema de castas que aún persiste en la India en el nuevo siglo. Una de las cosas que me distingue del profesor académico es que ellos leen y publican en revistas de sociología, historia o antropología en las que el protocolo prohíbe manifestar emociones de indignación. Tal postura significa, en último análisis, que los académicos no quieren mover un dedo para el cambio social. Aunque no creo en Dios, debo decir que me siento más en casa leyendo a algunos moralistas del Antiguo Testamento, como Amós y Miqueas, que estudiar las asépticas revistas académicas. Asimismo, a diferencia de éstas, la carta del editor de National Geographic me agradó porque, a pesar de ser una revista de supermercado, finaliza con las palabras: "Ha llegado la hora de que terminemos con el olvido y la ignorancia" del sistema de castas. Así que compré su revista.

Ya desde la primera página del artículo aparece la fotografía de un joven llamado Laxman Singh, un hindú sin piernas. Las perdió debido a una paliza que le propinaron los aldeanos de una casta superior. Las fotografías del artículo pueden verse en internet. Es común, dice el articulista Tom O’Neill, que durante su estancia en la India "casi no transcurrió un solo día sin que oyera o leyera acerca de algún niño a quien habían arrojado ácido a la cara, o de alguna esposa, violada enfrente del esposo o de algún otro acto cuya provocación había sido simplemente que un intocable no había sabido guardar el lugar que le corresponde". Por intocable O’Neill se refiere al paria que está hasta abajo de la escala social en la India. Se les llama "intocables" porque los miembros de las castas superiores no deben tocarlos. En la ciudad de Patna el periodista Krishna Murari Kishan mantiene una colección de imágenes de mujeres y niños quemados vivos en sus hogares por milicias de las castas superiores. En el mismo artículo de National Geographic aparece una fotografía del joven Ramprasad, que muestra la mitad de su rostro totalmente desfigurado por el ácido que le roció una turba cuando osó pescar en un estanque de castas superiores. O’Neill se atrevió a entrevistar al líder de un escuadrón de la muerte de la casta más alta, un brahmán, sobre la matanza de mujeres y niños. El brahmán alzó los hombros y dijo: "Se ponen en la línea de fuego". Curiosamente, quienes abusan de los parias obtienen el micrófono en la primera línea del artículo de O’Neill. Sus palabras retratan por qué siento tanta repulsión hacia el hinduismo, el budismo, el new age, la Cienciología y las otras sectas que proclaman la doctrina del karma:
Los pecados de Girdharial Maurya son muchos, insistían sus atacantes. Su karma es malo. ¿Por qué otra razón habría nacido intocable, como sus antepasados, si no para pagar por sus vidas pasadas?
No soy el único a quien no le gusta la religión. O’Neill mismo dice que los parias "son víctimas de una religión que los considera infrahumanos", y concluye que hasta que la religión no cese de desempeñar una función capital en la política de la India, los crímenes de castas continuarán.

El artículo me recuerda algo que hace mucho me dijo mi hermano sobre Octavio Paz, quien fue embajador de la India y escribió un ensayo sobre la milenaria nación: libro citado en el artículo de National Geographic por cierto. Germán, quien ya para entonces coqueteaba con una secta cuyos fieles usan turbantes blancos, se mostró muy escéptico de que Paz pudiera decir algo sustancial sobre la India. Argumentó que sólo quienes han practicado la meditación pueden tocar la fibra de Buda; de igual manera como sólo quienes sienten compasión por el prójimo tocan la fibra de Cristo. Aunque elocuente, la observación de mi hermano es errónea. No todos los residentes de la India practican la meditación: también hay musulmanes, cristianos, sijs, jainistas y aún ateos (curiosamente, aunque Buda nació en al India, sólo el uno por ciento de esa nación profesa el budismo). Por otra parte, a los 160 millones de parias hindúes ni siquiera se les permite entrar a los templos, ¡no se diga que aprendan yoga de un maestro brahmán! Y si hablamos de compasión cristiana ¿quién es realmente el ignorante?: ¿los brahmanes que, después de meditar, sojuzgan al prójimo, o Paz que deseaba que fuera abolido el sistema de castas? Yo diría lo contrario de lo que alegó Germán. Son los new agers que imitan a los santurrones de la India quienes desconocen la cultura al cerrar sus ojos ante los terribles atropellos que, como escribió O’Neill, se leen a diario en los periódicos de la India. Y el punto medular es que no parece ser posible eliminar el sistema de castas sin eliminar el hinduismo; así como no parece ser posible eliminar la marginación de la mujer en los países islámicos sin eliminar el islam.


EL BUDA DEL DOGMA

DE MANERA similar a Germán, justo antes de caer en la secta Escatología, me apasioné un tiempo por el budismo zen. Había leído un clásico, Los tres pilares del zen, y me había impresionado enormemente la experiencia de iluminación ("satori") de un ejecutivo japonés en ese libro de Philip Kapleau. Como entonces no había escuelas zen en México no es coincidencia que, el mismo mes que me interesé por el zen, yo cayera en Escatología. Infinitas odiseas del alma iba a tener que cruzar para que cuestionara toda esa búsqueda de mi salvación en el misticismo, las sectas o lo paranormal.

Para muchos judíos y cristianos píos, la historia de Moisés y Josué parecen bellas simplemente porque no han leído la Biblia con discernimiento. Pero la mayor dificultad con la que el crítico se topa al evaluar la historia de Buda es la enorme belleza y seducción de las leyendas. Sólo haciendo a un lado tales hermosuras, y lo digo sin ironía, y aplicando el mismo criterio de occidente sobre el Jesús histórico, será posible vislumbrar quién pudo haber sido Buda.

El pali es un antiguo dialecto de la India: el idioma del budismo como el latín es el idioma del catolicismo romano. Según los expertos, un texto llamado Tipitaka, escrito en pali, es el más antiguo sobre la vida de Buda. Tipitaka significa tres cestas, es decir, las divisiones del llamado Canon Pali: Digha Nikaya (Diálogos del Buda), Majjhima Nikaya (Dichos de extensión media) y Samyutta Nikaya (Dichos semejantes). La "Biblia" del budismo es formidable: una montaña de literatura que el lego secular no puede abordar tan fácilmente como puede hacerlo con la Torá, el Nuevo Testamento o el Corán. Al momento de escribir, Wisdom Publications vende una espléndida edición en inglés con amplias introducciones, sumarios de los sutras atribuidos a Buda, cientos de notas y apéndices en tres volúmenes que juntos suman más de las 4,000 páginas del Tipitaka. Este Canon Pali consiste de las enseñanzas, interpretaciones y la regla de la orden atribuidas a Buda: una invalorable colección para los interesados en el budismo que no sabemos pali. [The Long Discourses Of The Buddha: a translation of the Digha Nikaya by Maurice Walshe (1995); The Middle Length Discourses Of The Buddha: a translation of the Majjhima Nikaya by Bhikku Nanamoli (1995); The Connected Discourses Of The Buddha: a translation of the Samyutta Nikaya by Bhikku Bodhi (2002).]

No tendré más remedio que partir del Canon Pali, ayudado por comentaristas modernos, para especular quién pudo haber sido el Buda histórico. También me basaré en comentarios de eruditos sobre otros textos antiguos, aunque posteriores, al Canon Pali.

Buda nació entre los siglos V y VI antes de nuestra era en un lugar de la frontera de lo que hoy es Nepal y la India: frontera que mi hermano cruzó, por cierto, en su viaje de búsqueda. Esto parece ser historia real. Pero la leyenda que dice que Buda fue concebido virginalmente cuando su madre soñó con un elefante blanco debería avergonzar a los occidentales.

Muy pocos cristianos saben que la narrativa de los evangelios de Mateo y Lucas sobre la concepción virginal de Jesús no es original del cristianismo. También es risible que el Tipitaka mencione a un sabio y a un rey adorando al bebé Buda como aparece siglos después en la narrativa neotestamentaria de los reyes magos. Asimismo, dicen los textos que, cuando Buda contaba con unos treinta años, sufrió tentaciones por el diablo —como Jesús en el desierto a la misma edad— para impedir su iluminación. Y al igual que el famoso sermón de la montaña de Jesús, a Buda se le atribuye el famoso sermón del fuego: en el que habla de las pasiones y el engaño humanos ("Todo está en llamas... "). Como Jesús, Buda está considerado por la tradición como un hombre de extraordinaria compasión por los que sufren, y también se le atribuyen una buena cantidad de milagros: haber caminado sobre el mar y calmado tempestades, cesar la peste en un pueblo, levitaciones más espectaculares que las de los santos cristianos, y bilocaciones de su imagen. Cuando el Buda murió, al igual que el evangelio cristiano la tradición dice que la tierra tembló y que la luz de los cielos se oscureció. Algunos estudiosos del Nuevo Testamento, como Randel Helms, sospechan que la narrativa de Jesús caminando sobre el mar fue calcada de las leyendas budistas. En el Canon Pali se dice que a los treinta y cinco años Buda logró la iluminación, es decir, que el hombre alcanzó el nivel de despertar del mundo de la ilusión y se convirtió así en un Buda. La mitología habla de Budas anteriores, como el Buda Amida o el Buda Kakusandha, pero según los estudiosos occidentales no son figuras históricas. Es fascinante comparar las narrativas más antiguas y escuetas de la iluminación del Buda con las mitologías del mismo evento en el budismo más desarrollado, como el zen.

Pensemos un poco en el desarrollo de leyendas en el Nuevo Testamento. En los escritos neotestamentarios más antiguos, las epístolas de Pablo, no se habla ni de la tumba vacía, ni de las apariciones del Jesús resucitado, ni de la ascensión de Jesús: sólo de una resurrección abstracta sin narrativas. En el evangelio de Marcos, el más antiguo de los evangelios canónicos, se habla por vez primera de la tumba vacía pero no de la ascensión, ni de las apariciones del Jesús resucitado a sus discípulos. En Mateo y Lucas sí se habla de las apariciones, pero Mateo omite la ascensión a los cielos. En el evangelio de Lucas y sus Hechos de los Apóstoles se menciona la gloriosa ascensión pero la cristología del tipo "En el principio era el Verbo..." aún no se desarrollaba. Sólo en el más tardío de los evangelios, el evangelio de Juan, aparece tal cristología, entretejida con otras narrativas sobre Jesús.

Para el lector crítico es más que obvio que los escritores del Nuevo Testamento embetunaron, capa por capa por así decirlo, el escueto pastel original. Y si la resurrección es el evento máximo en el cristianismo, la iluminación de Buda después de su última sesión bajo del árbol Bo es el evento máximo del budismo. La historia que me embelezó a mis veinte años sobre el llamado Buda Sakamuni (Sidjata Gótama) fue precisamente su experiencia del satori, la iluminación, al ver el planeta Venus por la mañana después de su sesión final bajo el árbol Bo. "¡Maravilla de maravillas!" —dijo Sidjata en voz alta—. "Intrínsecamente todos los seres vivientes son Budas, dotados de sabiduría y virtud, pero debido a que el pensamiento de los hombres se ha trastocado por su pensamiento ilusorio no logran percibirlo".

El error que cometí a mis veinte años fue que tomé por historia real a las narrativas más tardías y elaboradas sobre la iluminación de Buda: la historia contada por Yasutani-roshi en Los tres pilares del zen. En aquellos tiempos no se me ocurría pensar, ni por asomo, como un historiador moderno: hay que conocer los textos más antiguos si uno quiere especular sobre lo que pudo haber ocurrido en la historia real. Dicho de otra manera, si hubiera leído estudios sobre el Tipitaka y no Los tres pilares del zen no hubiera despertado en mi mente el espíritu numinoso que despertó mi lectura de Yasutani-roshi.

Una vez iluminado, la misión de Buda fue enseñar el dharma a la humanidad. Buda pronunció su primer sermón. Confieso que cuando llegué a la lectura de este pasaje biográfico, que pudo ser historia real, me encontraba en una conferencia de cienciólogos. Aburrido de las babosadas que decía el ponente, no pude sino enfrascarme en mis lecturas y decirme en mis adentros que, al igual que los cienciólogos, los budistas y otros religiosos manejan una transferencia parental. Yo era el único no cienciólogo en el auditorio, por lo que el contenido de la conferencia me era claramente fantasioso; el resto del auditorio se lo tragaba todo (cuento esta anécdota en mi librillo sobre Hubbard). Me pareció percibir que, una vez que un individuo transfiere la sensación parental de autoridad a otro individuo, cualquier tontería que diga será aceptada con la ingenuidad de un niño ante su papi. He hablado en el tercer tomo de Hojas susurrantes sobre lo que denomino "introyectos instantáneos" cuando hablaba de mi vida infantil con mi padre. A lo que quiero llegar es que de ninguna manera creo que la inteligencia de los oyentes de Buda durante sus sermones haya sido más aguda que la de los oyentes del conferencista cienciólogo, quienes se comportaron como infantes mentales: acerca de lo cual escribí en librito enlazado de arriba.

¿Pero cuál era el dharma, la enseñanza de Buda a los hombres? Refraseando algunos textos, el punto de partida de su enseñanza parece ser el siguiente:
He aquí la sacra verdad sobre el sufrimiento. El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, así como lo son la muerte, la unión con el que no se ama, la separación del que se ama, la imposibilidad de obtener lo que se desea. He aquí la verdad sobre el origen del dolor: el deseo.
Y el camino para suprimir el dolor implica una vida austera; un justo medio entre aquel ascetismo despiadado que Buda alguna vez practicó, y la vida mundana. El sendero óctuplo, o "camino a la liberación", conduce al nirvana. Buda enseñaba una suerte de niveles OT (véase mi librito sobre Hubbard) a sus discípulos. A los arhats o "perfeccionados" podríamos verlos como los claros o liberados de Hubbard. El Tipitaka dice que los cinco ascetas que lo habían abandonado luego reconocieron al Buda, se sometieron a su "camino a la liberación" y llegaron a ser arhats. Buda sería el líder de una secta con media centena de arhats: hombres perfeccionados.


EL SIDJATA HISTÓRICO

MI comparación con sectas modernas suena muy irreverente, pero recordemos que Buda es un título, similar al Cristo de los cristianos para designar al hombre Jesús, o El Profeta de los musulmanes al designar a Mahoma. Las historias sobre Buda se escribieron unos siglos después de su muerte. Si se quiere especular a partir de leyendas tardías, comencemos por el nombre.

Así como jamás le llamaría Cristo a Jesús porque no soy cristiano, a partir de esta línea no le llamaré Buda a Sidjata porque no profeso el budismo. Sidhartha Gautama es sánscrito por Siddhatta Gótama en pali, el idioma que quizá habló Buda: razón por la que así le llamo en este ensayo. Pero en pali la h se debe oír claramente como la h en inglés, por lo que castellanizo el nombre original del llamado Buda, Siddhatta, simplemente como Sidjata: como solían llamarle (Gautama, o Gótama en pali, era el apellido de su padre). Una persona que ha llegado al nivel buda significa simplemente que es un "iluminado", como la palabra cristo significa "el ungido" en griego (es decir, el mesías).

Al igual que Hubbard, Sidjata no fue original. Alara Kalama, su primer maestro, le había dicho a Sidjata que aquél había llegado a "la esfera de la nada", y su segundo maestro le enseñó a alcanzar "la esfera sin percepción y sin no percepción". Los primeros maestros de Sidjata y la filosofía zen me recuerdan algunos pensamientos de Heidegger: un gurú del alma para la intelligentsia occidental del siglo XX. Pero esta inferencia es por el momento irrelevante. Lo que resulta evidente es que de ahí se inspiraría Sidjata para la idea de su nirvana. Como Hubbard, lo único que hizo fue cambiar nombres y asegurar que "nirvana" era una esfera superior a las otras.

Después de dejar a sus primeros maestros, como los santurrones cristianos de siglos posteriores Sidjata practicó el más severo ascetismo, comiendo cada vez menos, menos y menos arroz. En representaciones artísticas posteriores sobre la etapa anoréxica de Sidjata es posible ver que la piel de su estómago aparece casi junto a su columna vertebral. El antiguo texto Majjhima Nikaya pone en boca de Sidjata estas palabras: "Mis nalgas parecen pezuña de buey salvaje". Sidjata practicaba la mortificación extrema de la carne no sólo por haber internalizado el trato de su padre, madrastra y quienes lo criaron; sino porque cinco de sus correligionarios admiraban su ascetismo. No obstante, cuando sintió el peligro de morir aceptó comer, leche y arroz, que una joven campesina le ofreció. Se recobró gradualmente, por lo que sus admiradores lo abandonaron.

La leyenda nos cuenta que, después de que superó las tentaciones del diablo, en sus sesiones de meditación Sidjata recobró memoria de sus existencias pasadas. Llegado este punto me apena verme en la necesidad de recordarle a la gente adulta las más elementales reglas de la lógica. Es evidente que, si la reencarnación no existe, tanto el hinduismo como el budismo están basados en un engaño. De igual manera, si Moisés no habló con Yavé en el Sinaí, el judaísmo está basado en un embuste. Si Jesús no resucitó, el cristianismo está basado en un embuste. Y si el arcángel Gabriel no habló con Mahoma, el islam está basado en un embuste. La única diferencia con la doctrina de la reencarnación es que no fue original de Sidjata: le precede con mucho en la tradición metafísica de su tierra natal. Pero la psiquis posmoderna está moldeada de forma tal que, el solo hecho de que una doctrina goce de aceptación milenaria la vuelve respetable; y se considera sumamente grosero que alguien (como yo) ose cuestionarla con simple lógica aristotélica.

Sidjata visitó la casa de su padre. Nos dice la leyenda que Yasodhara, la esposa a quien había abandonado, cayó bajo sus pies. Y fue justo ahí, en sus pies, donde la mujer puso su cabeza.

Me pregunto qué dirían las feministas de semejante historia. ¿Por qué no cayó el Buda iluminado a los pies de su mujer pidiendo perdón por haberla abandonado? La historia muestra el machismo de la cultura.

Luego el padre de Sidjata le pidió al ahora "Buda" que estableciera la regla que ningún hijo podía ordenarse monje de la nueva religión, a menos que obtuviera el permiso de su padre. Sidjata asintió. De ser histórica, la anécdota es prueba inequívoca de que Sidjata, el supuesto Buda iluminado, se dejó tratar en casa otra vez como un niño.

Si el llamado "Buda" hubiera sido un verdadero iluminado, la prioridad de su enseñanza habría sido condenar al sistema de castas y al machismo. Pero el Sidjata histórico, no el inexistente Buda del dogma, simplemente compartía los prejuicios de su época. Si hubiera sido cierto que, después de su iluminación bajo el árbol Bo, había alcanzado un estadio psíquico tan prístino que rebasaba infinitamente nuestros sueños de Maya, sería inconcebible ver al iluminado compartir tales prejuicios.

En Jetavana Sidjata fundó un famoso monasterio que se convirtió en su cuartel general, donde impartía sus sermones. El movimiento creció y pronto diversos monasterios se fundaron en las poblaciones más importantes del valle de Ganges. Los hindúes creían que Sidjata tenía un truco especial de galvanización y atracción hacia él y su prédica. Como más tarde lo haría la madre Teresa de Calcuta, Sidjata visitaba al pabellón de los enfermos: un truco psicológico que vemos incluso en las carreras de los políticos cuando están en campaña electoral.

Sidjata murió de viejo, y es ilustrativo saber que cayó gravemente enfermo. Análogamente a lo que dijo David Miscavige, que Hubbard se deshizo voluntariamente de su cuerpo (consúltese una vez más mi pequeño libro sobre Hubbard), a sus ochenta años Sidjata anunció que moriría en tres meses: un cuento tan chino como el de Miscavige. Sidjata fue cremado y sus reliquias fueron divididas para la satisfacción de los diversos grupos.


LA IMAGEN de Sidjata, alias el Buda, como un sabio iluminado y compasivo del género humano sólo puede tomarse en serio si lo juzgamos a partir de las pautas políticamente correctas ante creencias religiosas, como la doctrina del karma. Cierto que, como dije, si lo comparamos con Moisés, Josué o Samuel, Sidjata parece un auténtico santo. Pero analicemos su axioma central: que la vida es sufrimiento. Basta que, quienes tuvimos una infancia con momentos felices, recordemos esa vida regalada para sospechar que, al contrario de lo que afirman las leyendas, Sidjata probablemente tuvo una vida infeliz en el resguardado palacio de su infancia. Así como los terribles problemas de Schopenhauer con sus padres, especialmente con su madre, lo orillaron a distanciarse permanentemente de ella y a hundirse en un pesimismo existencial, mi conjetura es que Sidjata fue tratado mal en el asfixiante palacio de su padre y madrastra. Las citadas palabras del epígrafe que escogí para este ensayo refuerzan esta hipótesis: "La vida de la casa, ese lugar de impureza, es estrecha; la vida en nuestra comunidad de monjes es el aire libre".

La doctrina budista central, que el sufrimiento es causado por el apego a la vida, es una huida de la vida misma y del mundo causada por un dolor no procesado en las mentes de Sidjata y de sus seguidores. Después de las magníficas esculturas de efebos y adonis en la época clásica, el espíritu oriental de apatía y resignación (del que hablaré en el hilo sobre Will Durant, el cual también transladaré hoy de mi foro a este Blog) se reflejó en el arte griego a través de esculturas de hombres viejos y enfermos. Qué diferencia con su autoimagen, a veces homoerótica, que de sí tenían los helenos en la Atenas en su apogeo. La otra doctrina de Sidjata, que la superación del apego mundanal cura el sufrimiento, es el corolario de tal visión decadente. No puede contrastar más con mis ideales juveniles esbozados en mi tercer libro de Hojas susurrantes sobre las Arcadias de los mundos futuristas de Arthur Clarke. Me parece elemental que si Sidjata hubiera tenido una vida tan regalada como dice la leyenda, no habría tratado de autodestruirse con penitencias extremas. Llama la atención que las religiones que surgieron en suelo seco, como el judaísmo, hayan fantaseado con un futuro utópico; mientras que las religiones de suelo húmedo, como el budismo, prediquen la aniquilación del deseo: una de las más antiguas definiciones de nirvana. La creencia central del budismo es que, si nos liberamos del apego, nos liberaremos del sufrimiento. De ahí se entiende por qué los más devotos budistas meditan hora tras hora en posición de loto u otras. El objeto es, por decirlo llanamente, "bajarle al ego", de donde se deriva todo el sufrimiento.

Quien crea eso haría bien en darse un balazo: la manera más directa de destruir el ego, y para siempre. Claro que los seguidores de Sidjata reprobarían tal escape por la creencia en la ineludible cadena de la reencarnación, que condenaría al suicida a otra vida, probablemente peor. Si bien recuerdo, me decepcioné de Philip Kapleau, el autor de Los tres pilares del zen, cuando en una librería hojeaba otro de sus libros y leí que, como en las religiones teístas, el ahora roshi-Kapleau condenaba al suicidio o a la eutanasia. Pero el concepto de nirvana se parece mucho a lo que quizá nos pasará al morir: nos iremos a la nada, como estábamos antes de nacer.

La manera dolorosa en que la misma tradición reconoce que el Sidjata histórico enfermó y murió contrasta dramáticamente con los serenísimos rostros del Buda del dogma que vemos en el arte.
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César

El Príncipe y el Dragón de Ocho Cabezas


(Wanpaku Ôji no Orochi Taiji, titulado The Little Prince and the Eight-Headed Dragon en algunos países de habla inglesa)

Como lo cuento en el tercer libro de mi serie, hace ya más de cuatro décadas me obsesioné tanto con la película de dibujos animados El Príncipe y el Dragón de Ocho Cabezas —que vi con mi madre y hermanitas Corina y Genoveva a mis ocho años— que por meses dibujé, al pastel, la historia entera en hojas blancas tamaño carta.

Fue mi primera obra en la vida, ¡y lamentablemente se ha perdido para la posteridad! Mi madre me dijo algo que no recuerdo: que en mi adolescencia la había tirado yo mismo a la basura y que ella la rescató varias veces. Luego me contó que se la dio al doctor Giuseppe Amara, el siniestro siquiatra que, cuando sucedió una tragedia en casa, la familia usó para destruirme (tema del segundo libro de mi serie, Cómo asesinar el alma de tu hijo).

Poco antes de iniciar mi sitio web a finales de 2004, donde publico las secciones de Cómo asesinar que no aparecerán en la versión impresa, le dije a una secretaria que hablara con Amara para ver si era posible rescatar mi tesoro. Sabía que una vez publicada mi acusación sobre los crímenes de Amara sería imposible volver a contactarlo. El siquiatra le dijo a la secretaria que le pediría a sus hijas que lo buscaran. Al no tener más noticia de él después de un tiempo, hablé directamente a su casa. Su esposa me dijo que los pacientes de su marido le entregaban tantas cosas que éste se deshacía de todo ello como a los tres meses de recibirlas.

Viendo estos sucesos en retrospectiva no deja de alarmarme la inconcebible estupidez de quien le entregó mi tesoro al monstruoso analista. No sólo había sido torturado en casa siendo un menor de edad (como cuento en el libro que pienso publicar), sino que le dieron al mismo sujeto que escaló la tortura en su consulta una obra única de valor incalculable para mí; sujeto que, al parecer, se deshizo de ella.

Pero aquí quisiera limitarme a hablar sobre la película que vi cuando la estrenaron en la Ciudad de México, quizá a inicios de 1967. Si me animo hoy a escribir fue porque me percaté de que por un tiempo alguien había subido a YouTube la película completa —¡y la vi después de tantos años! Aunque estos días la estuve viendo una y otra vez en un idioma que no entiendo, el japonés, la experiencia fue importante para mí.


En el cine, El Príncipe y el Dragón de Ocho Cabezas fue mi primer amor. ¿Qué niño de ocho años se pasa meses dibujando docenas de páginas a color a manera de cómic hasta terminar, a sus nueve años, de contar tan fantástica trama?

Muchas, muchas cosas podría decir sobre lo que representó esa experiencia, pero no lo haré. Me he percatado que hay cosas que deben decirse audiovisualmente, para captar el lenguaje corporal y facial de quien quiere comunicar algo. Mi experiencia con El Príncipe y el Dragón de Ocho Cabezas es tan privada, tan subjetiva, que de contarla textualmente sería una suerte de monólogo con significante sólo para mí, aunque a mi hermanita Genoveva también le fascinó el filme, y ya adulta me dijo que había sido "una película maravillosa".

Es una película tan rara que he visto en foros de internet que hay angloparlantes que la quieren conseguir y no saben cómo hacerlo. En la historia de los dibujos animados creo que El Príncipe y el Dragón de Ocho Cabezas debe tomarse en cuenta. Estrenada en 1963, de las películas de animación japonesas sólo la muy posterior El Viaje de Chichiro, estrenada ya en el nuevo siglo, puede comparársele (aunque obviamente significa más la otra para mí).

Pero sin poder verla en el idioma de uno —mis hermanitas y yo la habíamos escuchado doblada al español—; sin pantalla grande, y sin la mente de un niño que apenas está descubriendo el séptimo arte a inicios de los años sesenta, me es imposible transmitir la experiencia, incluso para mí mismo, que esa película representó. De hecho, al volver a verla en YouTube (parece que ya la retiraron), y ya con una desarrollada sensibilidad estética, sentí una decepción. Sí: una decepción a pesar de la magnífica música del soundtrack de Akira Ifukube.

Aunque la experiencia interna que tuvimos los tres hermanitos al ver la película es, quizá, irrecuperable, una de las cosas que me mueven a escribir sobre el tema, independientemente de mi sorpresivo hallazgo en YouTube, es el mítico relato original del antiguo Japón en el que la película se basa.

En el filme la batalla de Susano (Susano’o en japonés: el hermano de Amaterasu, la diosa del sol) con el dragón es bastante larga; y los aspectos negativos del héroe, minimizados. En la leyenda original la familia de la niña de Izumo, una vieja provincia japonesa, le dice a Susano que, previamente, las otras siete hijas de la familia habían sido sacrificadas a la temible serpiente de ocho cabezas. Susano impide el último, el octavo sacrificio, emborrachando y matando a la serpiente para salvar a la niña.

Ese mito original me impresionó. Pero es imposible entenderme sin tener conocimiento de la Psicohistoria. Supondré por un momento que mi lector está familiarizado con la plataforma de la que parte Lloyd deMause: una cantidad inconcebible de infantes y niños fueron sacrificados por sus padres a lo largo de la prehistoria e historia.

Partiendo de la psicoclase que deMause llama "Forma primitiva de infanticidio", que nos mantuvo tecnológicamente estancados por cientos de miles de años sin pasar del bifaz, el salto al siguiente nivel psicogénico fue crucial para salir de un estúpido trogloditismo y ser capaces de desarrollar la agricultura. En mi cuarto libro de una serie que aún no publico hablo mucho de esto. No entraré en detalle aquí salvo señalar que el expósito de bebés niñas a una muerte segura ha sido tan frecuente en Asia que aún se practica en las zonas rurales de China y la India. Si mi interpretación es correcta, el mito de Susano salvando a tan bella niña de ser sacrificada es equivalente al mito griego del Minotauro: mito que también refleja que, en un momento histórico dado, surgió una conciencia emergente de mayor respeto hacia la vida en el mundo helénico, cayendo en desuso el sacrificio de chicos.

Reitero que, sin haber leído sobre Psicohistoria, no es posible captar la enorme trascendencia de esto. Jamás me imaginé de niño, adolescente —y aún de adulto antes de leer a deMause— que mi otrora queridísima película, que con tanto trabajo dibujé entera de niño, podría reflejar raíces y simbolismo tan oscuro del Japón feudal. O más bien luminosos: pues tanto la historia del Minotauro, como la del Abraham bíblico rehusando sacrificar a su hijo, y la de una familia nipona que por fin se resiste a sacrificar más hijas, fueron parteaguas para el surgimiento de la civilización.

Algo similar podría decir de la literatura clásica occidental llevada en dibujos animados a la pantalla grande, como La bella durmiente o Pinocho. Pero eso es tema para otro día...