viernes, 28 de enero de 2011

Atrapados sin salida: Mi palabra final a los lectores de Miller


Hace nueve años descubrí los libros de Alice Miller. No voy a resumir aquí lo que ya escribí en La india chingada. En pocas palabras, Miller fue el Hada Azul que le rompió el hechizo al pinocho que fui...

Cuando terminé el proceso de años de “ruptura de hechizo”, aproximadamente en 2007 al finalizar el quinto tomo de mis Hojas susurrantes, podría decirse que salí del manicomio para no volver a entrar allí.

Bueno... En la vida real sólo he entrado dos veces a manicomios. En ambas ocasiones como investigador, no como paciente. La primera, en 1997. Al leer su libro sobre la seudociencia en siquiatría biológica, desde Houston le escribí al siquiatra Colin Ross a fin de conocerlo. Ross me contestó y, para mi sorpresa, me citó en su lujosa clínica de Dallas en que trata el trauma psicológico de sus pacientes causado por los padres. Nueve horas estuve viendo las terapias del instituto y hablando con el personal. La segunda vez que visité a un manicomio fue en 2002. Gracias al Secretario de Salud de México se me permitió concertar una cita con el director del Instituto Nacional de Psiquiatría, Gerard Heinze, quien rápidamente me mostró los pabellones y a sus internos; además de conversar y discutir en su oficina y en los laboratorios del instituto.

Si bien en la vida real nunca estuve internado, uso la metáfora “manicomio” en esta entrada para explicar por qué, en lo que resta de mi vida, no volveré a tener contacto con otros pinochos del Hada Azul. No me refiero únicamente a mi reciente experiencia con el seudoamigo y lector del Hada, Luis Cuevas Lara, quien me traicionó como vimos en las últimas entradas. No: a lo que voy es a un mundo mucho más amplio.

El caso es que, me he percatado, para mí la “cura de almas” del Hada Azul fue radicalmente distinta a lo que hacen otros pinochos que conocí a través de internet. Usando la metáfora, el Hada Miller era la doctora corazón en nuestro hospital de víctimas de nuestros padres: la única persona en el mundo entero que nos había comprendido. Pero en teoría la visita al hospital era sólo para, en una operación de cirugía radical, con su varita mágica arrancarnos el arpón que nos clavaron de chicos...

Pues bien, una vez arrancado—como dije: cuando terminé Hojas susurrantes la estaca de mi plexo solar había ya salido—, la obviedad de obviedades era salir del hospital y retomar mi vida en el mundo real.

¡Oh sorpresa de sorpresas!: descubrí que sólo yo había salido de ese lugar. Toda la gente del Hada que conocí en internet, toda sin excepción—el terapeuta neoyorquino Daniel Mackler, el inglés Kerry Watson, el holandés Dennis Rodie, el sueco Andreas Wirsén y últimamente un bloguero que me pidió no mencionar ni su nombre ni su país pero que lo he citado recientemente en las previas entradas (“Becoming Other”), e incluso los hispanohablantes que postean en el foro de José Luis Cano Gil—están atrapados sin salida en el manicomio.

“Atrapado sin salida” fue el título que, en México, le pusieron a la película Alguien voló sobre el nido del Cucó cuando la vi en 1976.

Para mí el nido del Cucó fue simplemente una etapa que tuve, por fuerza, que cruzar. Para quienes fueron martirizados de chicos sin testigo auxiliador alguno, cruzar en la institución de la doctora corazón fue más que fundamental. Como he dicho en otro lugar, por no cruzar dicha etapa una de mis hermanas, martirizada horriblemente como lo fui yo de chico, padece delirios en la actualidad. El duelo de años en la soledad de mi recámara fue etapa esencial para saber qué rayos había ocurrido en mi vida; duelo que mi hermana se brincó. No obstante, para quienes lleven el duelo a cabo se sobreentiende que, una vez finalizado, es hora de salir.

A finales de 2008, un mes después de haber terminado la revisión de mis Hojas susurrantes, di por finalizada mi investigación sobre el maltrato a la infancia y, sólo gracias a ello, descubrí que Europa se islamizaba (cosa que tiene implicaciones precisamente sobre el trato a la infancia dado que los tercermundistas maltratan más a sus niños que los occidentales). El estudio de la migración masiva a Europa me alarmó y me llevó, en agosto de 2009, a descubrir a los intelectuales del nacionalismo blanco o caucásico, tema que circunscribe mi previa etapa anti-yijadí sobre desterrar a los moros de nuestras tierras. Pero el mayor cambio ocurrió en febrero de 2010, hace ya casi un año. Descubrí que el problema de los no gentiles no era alucinatorio como, por décadas, había creído debido a la ubicua propaganda después de la última guerra mundial (la entrada en inglés sobre el rayo que me cambió se encuentra aquí).

Esta última metamorfosis acabó de despertarme, con gran violencia, al mundo real.

Así que mi mente actual se compone de dos campos de conocimiento. El que desarrollé por decenios: las secuelas del maltrato a los hijos, y uno que se gesta: mi reciente toma de conciencia étnica y nacional ante la amenaza migratoria de etnias más primitivas. Curiosamente, el cuarto libro de mi serie, El retorno de Quetzlcoatl, puede servir como una suerte de puente emocional e intelectual entre mi previo campo de estudio y el actual; entre mi estancia en el manicomio y mi salida al mundo real.

Pero debí de haberlo supuesto: toda la gente mencionada arriba, así como muchos otros que conocí en internet, no están dispuestos a salir del hospital mental. No pueden hacerlo. La razón es que: (1) sus duelos han sido parciales y no han llegado a arrancarse el arpón y, (2) al igual que la inmensa mayoría de occidentales contemporáneos, son demasiado cobardes para ver al mundo detrás de los muros del castillo del Hada Azul. Su cobardía y los muros les impiden ver la cruda realidad social y política de nuestros tiempo. No importa que El retorno de Quetzlcoatl sea una suerte de puente que los ayude a salir. El caso es que es un puente que jamás osarán cruzar. Y como para mí la estancia en el pabellón de Nicholson fue siempre pasajera, no puedo sino sentir una especie de piedad por los pobres diablos que he dejado atrás después de haber roto las abarrotadas ventanas con la enorme consola de hidroterapia.

Dado que el devenir del trato a la infancia se jugará no en lo que dicen estos atrapados sin salida, sino en la metapolítica que abordo en The West’s Darkest Hour, no volveré a hablar con esta gente a menos que, como yo, rompan la coraza del acogedor castillo.

Eso es algo que dudo mucho vayan a hacer. Así que, de hoy en adelante, sólo mantendré amistad con los nacionalistas blancos a pesar de que éstos no estén conscientes de la magia del Hada. Y no es necesario que estén conscientes por el momento. Basta con que luchen para que sus naciones permanezcan caucásicas, y, por ende, menos abusivas hacia la infancia que las regresivas culturas que nos traen los migrantes.

Adiós.