martes, 19 de mayo de 2009

Escatología: la secta de la que salí


Nota del 20 de abril del 2018

(Día del nacimiento de un gran hombre en el siglo XIX - ¡no William Walter por supuesto!)

El contenido de esta entrada ha sido mudado a otro de mis blogs, uno dedicado a Escatología: aquí y también: aquí.

Salvo la entrada fija, ese sitio está abierto a comentarios.

Ahí los espero....

miércoles, 13 de mayo de 2009

Lloyd deMause


El Newton de la historia de la infancia

JOHN BOWLBY muestra los fundamentos para entender el apego; Colin Ross, para entender el trastorno mental del ser humano, y tendré en mente su clase para explicar la psicohistoria. Pero Ross es médico, no historiador. En los siguientes capítulos expondré las razones de fondo de por qué los padres han maltratado a sus hijos desde tiempos inmemoriales. La perspectiva a nuestro pasado se abrirá de la manera más amplia posible: un marco de miles si no es que de cientos de miles de años sobre lo ocurrido en mi familia y en todas las demás familias de la raza humana y prehumana. Tanto en este como los siguientes capítulos desaparecerá mi biografía y sólo reaparecerá en mi siguiente libro, no sin antes haber expuesto la teoría psicogénica de la historia.

Lloyd deMause (pronunciado de-Moss), nacido en 1931, estudió ciencias políticas en la Universidad de Columbia. Después de sus estudios universitarios pidió dinero prestado para establecer una casa editorial que consumió diez años de su vida antes de que retomara su trabajo de investigación. Si bien Freud, Reich, Fromm y otros habían escrito algunos ensayos especulativos sobre la historia en base al sicoanálisis, tales ensayos pueden considerarse la fase aristotélica de lo que hoy se entiende por psicohistoria. En 1958, el año en que nací, Erik Erikson publicó un libro sobre el joven Lutero en que propugnaba el surgimiento de un nuevo campo de estudio que llamó “psico-historia” (que no debe confundirse con la tontería ficticia de Isaac Asimov). Un decenio después, en 1968, deMause presentó un esbozo de su teoría a una asociación de analistas donde, a diferencia de Freud y sus epígonos, centraba la psicohistoria en las diversas formas de crianza de los niños. Después de que Occidente abandonó el colonialismo y padeció de una cruda moral por el trato que le había propinado a otras naciones y etnias, se volvió un tabú enfocarse en la parte oscura de las culturas no occidentales. Al escoger un área de investigación mal vista en la academia deMause tuvo que hacer su carrera intelectual de manera independiente. El móvil de su búsqueda siempre fue qué habrán sentido los niños en las muy diversas culturas del mundo. Como vimos en el capítulo anterior, el mamífero, y más aún el primate, está tan a la merced de sus padres que las formas específicas de puericultura no pueden soslayarse si es que hemos de entender la perturbación mental. Pero es precisamente esta temática, las prácticas de crianza y el abuso infantil, lo que ignoran los historiadores convencionales.

En su ensayo “La independencia de la psicohistoria” deMause nos dice que la historia qua historia describe lo que ha sucedido, no el por qué, y añade que la historia y la psicohistoria son campos distintos de investigación.
Grandes segmentos de historia escrita son de poco valor para el psicohistoriador, mientras que otras vastas áreas que han sido relegadas por los historiadores súbitamente se expanden, de la periferia, al centro del mundo conceptual del psicohistoriador.
A deMause no le importa que se le haya acusado de ignorar la economía, la sociología y el uso de estadísticas. “La acusación común de que la psicohistoria ‘reduce todo a la psicología’ no tiene sentido filosóficamente. Por supuesto que la psicohistoria es reduccionista en este sentido, dado que todo lo que estudia involucra motivaciones históricas”. Pocos pronunciamientos de deMause me han agradado más que aquel en que dice algo que yo había estado manteniendo por muchos años antes de descubrirlo, cuando me decía en soliloquios que, si para entender las ciencias exactas como la física debemos ser objetivos, únicamente introduciendo la subjetividad podremos entender a las humanidades.
La psicohistoria es una ciencia en la que los sentimientos del investigador son tan o más importantes que su bagaje de investigación. El calibrar las complejas motivaciones sólo puede llevarse a cabo mediante la identificación con los actores humanos. La supresión común de los sentimientos en la mayor parte de la “ciencia” simplemente minusvalida al psicohistoriador tanto como si a un biólogo se le privara del uso del microscopio. El desarrollo emocional del psicohistoriador es, por lo tanto, tan tema de discusión como su desarrollo intelectual. Actualmente no creo que los historiadores más tradicionales estén emocionalmente equipados.
Luego añade que, cuando habla con un erudito típico que sólo usa su intelecto, se topa con una mirada de total incomprensión. “Mi oyente generalmente se encuentra en otro universo de discurso”.

La publicación de History of childhood en 1974, libro del cual capturé el capítulo principal, marca el año axial del campo que deMause creó. Haciendo a un lado las idealizaciones de previos historiadores, el libro examina por vez primera la historia de la infancia occidental. En el nuevo paradigma demausiano la fuerza del cambio no es la tecnología ni la economía, sino las interacciones entre padres e hijos. Por poner un ejemplo: la mayoría de los pensadores sociales y políticos parten de la premisa de que las guerras y otras catástrofes humanas tienen una explicación racional, digamos: la economía. Alice Miller y algunos psicohistoriadores mantienen que al menos algunas guerras son acciones irracionales y que resultan de un móvil inconsciente: ajustar cuentas con vejaciones no procesadas de la infancia. La sustitución del sitio de control de una parentela destructiva domina la conducta destructora del adulto. No obstante, la atrevida exposición de todo un rosario de brutalidades a la niñez, como las que mencioné al inicio de este libro, hizo que Basic Books rompiera el contrato que tenía con deMause de publicar History of childhood. Cómo a partir de aquí fue que nació la psicohistoria contemporánea es fascinante. En este capítulo reciclaré y comentaré pasajes de uno de los artículos de deMause, “On writing childhood history” (Escribiendo sobre la historia de la infancia) publicado en 1988: una recapitulación de quince años de trabajo en la historia de la infancia.

DeMause había tomado cursos en un instituto sicoanalítico y puso a prueba la idea freudiana de que la civilización, tan cargada de moral, era onerosa para los niños modernos; y que en la antigüedad habrían vivido en un edén sin el ogro del superyó. La evidencia le mostró lo diametralmente opuesto, y manifestó sus discrepancias al criticar al antropólogo Géza Róheim:
Descubrí simplemente que no le encontraba sentido alguno a lo que Róheim y otros decían. Esto era particularmente cierto respecto a la infancia. Róheim escribió, por ejemplo, que los aborígenes australianos que observó eran excelentes padres a pesar que de cada dos niños que tenían se comían a uno, impulsados por lo que llamaban “hambre de bebés” [las madres también decían que sus bebés eran “demonios”] y forzaban a otros de sus hijos a comer partes de sus hermanos. Róheim dijo que esto “no parece haber afectado el desarrollo de la personalidad” de los hijos sobrevivientes y que, según concluye, éstas eran “buenas madres que se comen a sus propios hijos”.
La mayoría de los antropólogos no solían objetar las extraordinarias conclusiones de Róheim. En su artículo deMause llamó la atención a una lectura muy distinta, salida de la pluma de Arthur Hippler, sobre los aborígenes australianos. DeMause ya había consolidado su casa editorial y publicaba The Journal of Psychological Anthropology, revista especializada en la que Hippler, quien había observado directamente a los mismos aborígenes de Róheim, escribió:
La crianza de niños menores de seis años puede describirse como hostil, agresiva y negligente; con mucha frecuencia es brutal. El infanticidio se practica con frecuencia. Es común que al bebé se le ofrezca el pecho cuando ya no lo desea y casi se ahoga con la leche. La madre suele ser muy abusiva verbalmente mientras el niño crece, usando epítetos como “eres mierda”, “vagina para ti”. La crianza se expresa a través de gritos; o no se expresa en absoluto si no va acompañada de cachetadas y amenazas. Nunca observé un solo cuidador de niños yolngu de cualquiera edad o sexo caminando con un niño que empieza a andar; mostrándole el mundo, explicándole las cosas o empatizando con sus necesidades. El mundo se le describe al niño como peligroso, hostil y lleno de demonios; aunque los únicos peligros provienen de sus guardianes. El niño también es estimulado sexualmente por su madre. El pene y la vagina son acariciados para pacificar al niño, y la acción claramente excita a la madre.
Recordando lo dicho por Ross en el caso de la segunda niña, ya podemos imaginar la transfusión del mal que estos niños hijos de caníbales filicidas internalizarían; y cómo afectará su salud mental. Creo que es pertinente seguir citando extractos del artículo de deMause: es muy didáctico para entender la psicohistoria y cómo se contrapone con los postulados de los antropólogos y los etnólogos. Una vez que las observaciones de Hippler fueron publicadas, un defensor de Róheim respondió airado:
Ciertamente me encuentro mucho más cercano a las observaciones de Róheim, y precisamente porque no se precipita a la conclusión a la que deMause llega. La cultura nativa de Australia sobrevivió muy bien, gracias, y sobrevivió por decenas de miles de años antes de que fuera devastada por interferencia occidental. Si eso no es adaptación ¿qué lo es?
La descripción que hacen Hippler y Róheim sobre esta cultura aborigen parece la peor de las pesadillas posibles para los niños. Pero para los antropólogos occidentales esgrimir juicios de valor condenatorios es el máximo de los tabúes. Algunos de ellos incluso aceptan la teoría freudiana de que el pasado histórico fue menos represivo para la niñez, y que la civilización occidental es corruptora del noble salvaje. Pero eluden el hecho de que Hippler y Róheim mismo observaron barbaridades hacia los niños impensables en el mundo civilizado, como comérselos. (Otras fuentes bibliográficas que sustentan este tipo de afirmaciones de canibalismo filicida aparecen en el quinto excurso, al final de este libro.) Aunque parezca increíble, los antropólogos y los etnólogos no condenan a estas madres caníbales. Bajo el primer mandamiento de su disciplina, “No juzgarás”, se ignora el saldo emocional de semejante forma de crianza: personalidades psicóticas y claramente disociadas como las que yo mismo vi en la clínica de Ross, y peores aún.

En el mundo académico Róheim no era tan conocido como Philippe Ariès, historiador que colaboró con Foucault y autor de un clásico en la historia de la infancia, L'enfant et la vie familiale sous l'Ancien régime. Ariès partía de la premisa de Freud sobre la benignidad del medio hacia los niños en tiempos pretéritos. Al igual que Róheim no negó las palizas, el incesto y otras vejaciones hacia los niños descritas en su libro. Lo que negó fue que tales tratos causaran perturbaciones. “En otras palabras”, se burla deMause, “como todos azotaron y abusaron sexualmente de los niños, el maltrato no tuvo efectos en ellos”. Ariès ha sido tomado como una autoridad en la historia de la infancia. DeMause no sólo rechazó su supuesto de que no había saldo psicológico adverso, sino que giró ciento ochenta grados la premisa base de Freud. Las hipótesis de trabajo de deMause son simples: (1) en Occidente las formas de crianza eran más bárbaras en el pasado, y (2) comparado con el mundo occidental actual las otras culturas tratan peor a los niños. Estas hipótesis, que rompían las tablas de la ley mosaica de los antropólogos, darían luz a la nueva disciplina de la psicohistoria. Para el Zeitgeist de la academia hablar no se diga de acciones criminales sino de maltratos a la infancia iba a perfecto contrapelo de todas las corrientes en historia, antropología y etnología, las cuales dan por sentado que no ha habido cambios sustanciales en las relaciones paternofiliales.

Los académicos no podían negar los hechos que le apasionaban a deMause. Como vimos, Róheim no los negaba sino que él mismo los publicaba. Ariès tampoco los negaba. La táctica que encontró deMause entre sus colegas fue el argumentum ex silentio: sin registro histórico alguno, dar por sentado que los niños eran tratados de manera similar a como se hace en el Occidente actual. Un espléndido paradigma de este argumento es el siguiente. En 1963, diez años antes que deMause comenzara a publicar, Alan Valentine en su libro Fathers and sons publicado por la Universidad de Oklahoma examinó cartas de padres a hijos en los siglos pasados. No halló una sola que transmitiera bondad del padre hacia el destinatario. Pero a fin de no contradecir el sentido común de que el trato de los hombres del pasado hacia sus hijos no fue distinto, Valentine concluyó:
Sin lugar a dudas un número infinito de padres han escrito cartas a sus hijos que serían cálidas y elevarían nuestros corazones, si tan sólo pudiésemos hallarlas. Los padres más felices no dejan historia, y son los hombres que no se lucen con sus hijos los propensos a escribir las desconsoladoras cartas que sobreviven.
DeMause encontró la falacia del argumentum ex silentio por doquier, incluso entre los mismos colegas que contribuyeron con los artículos que componen su libro seminal, Historia de la infancia. Por ejemplo, cuando deMause le hizo una observación a Elizabeth Wirth Marwick sobre este tipo de cartas y, además, los diarios que escribían los padres, Elizabeth le respondió que sólo lo malo dejaba un registro en la historia. La mayoría de los historiadores estaban de acuerdo con ella. DeMause había comenzado a estudiar las fuentes primarias de este tipo de materiales. Elizabeth era sólo una entre doscientos historiadores a los que deMause les había escrito para el proyecto de su libro, de los que trabajó con cincuenta. DeMause afirma que entre todos ellos aparecía el argumentum ex silentio a la hora de llegar a las conclusiones hacia las que apuntaba la evidencia. Las razones eran, naturalmente, psicológicas. Un historiador italiano le entregó a deMause el borrador de un capítulo que iniciaba diciendo que no consideraría “los temas del infanticidio o la pederastia” en la antigua Roma. DeMause tuvo que rechazarlo. Otros candidatos a contribuyentes fueron más lejos. Al inicio de este libro hablé del tormento que la empañadura con apretadas vendas o fajas ha representado para los bebés. John Demos, autor de un libro sobre la familia de los colonos norteamericanos, negó que la práctica europea fuera importada a suelo americano a pesar de la evidencia que deMause había reunido y publicado (en un programa televisivo de mayo de 2008 incluso vería un dibujo de un bebé anglosajón enfajado). Y sobre otro tipo de maltratos a la niñez norteamericana Demos usó el argumento de que la evidencia bibliográfica en cartas, diarios, autobiografías y reportes médicos era irrelevante; que lo que valía eran los documentos del Ministerio Público (más o menos equivalente al Ministerio Fiscal de España). El problema con este argumento es que, en tiempos coloniales, no existían las organizaciones de protección a la niñez que iniciaron en el siglo XIX en Inglaterra y que se han vuelto mucho más visibles a partir de la década de los ochenta del siglo XX. Demos no sólo esgrimió la falta de registros jurídicos como argumento en contra de la tesis que los padres maltrataban más a sus hijos en tiempos coloniales. También argumentó: “Si algunos niños sufrieron de severos maltratos a manos de sus padres en Nueva Inglaterra, otros adultos habrían estado dispuestos a responder”. Las conclusiones de Demos fueron alabadas en su tiempo. Pero al igual que su argumento del Ministerio Público este último razonamiento padece de la misma idealización sobre el pasado de su nación. Si otros adultos no estuvieron dispuestos a responder se debió simplemente a que en aquella época aún no surgía el movimiento social de la protección a la infancia. La indiferencia de parte de la sociedad que yo mismo padecería exactamente dos siglos después de la independencia de la Unión Americana, como lo demostré en mi anterior libro, pone en evidencia la falacia del argumento de Demos.

Una vez que deMause descartó a todos aquellos que argumentaban a partir del argumentum ex silentio quedaron nueve historiadores que entregaron artículos para su libro, aunque aún algunos de éstos mostraron reticencias en publicar toda la evidencia hallada. Antes de la publicación, los nueve contribuyentes —diez junto con deMause— circularon sus artículos entre sí. La mayoría quedaron estupefactos con el capítulo inicial de deMause, cuyas primeras líneas se harían famosas en el estudio de la psicohistoria:
La historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuanto más se retrocede en el pasado, más bajo es el nivel de la puericultura y más expuestos están los niños a la muerte violenta, el abandono, los golpes, el terror y los abusos sexuales. Nos proponemos a recuperar aquí cuanto podamos de la historia de la infancia a partir de los testimonios que han llegado hasta nosotros.

Si los historiadores no han reparado hasta ahora en estos hechos es porque durante mucho tiempo se ha considerado que la historia seria debía estudiar los acontecimientos públicos, no privados. Los historiadores se han centrado tanto en el ruidoso escenario de la historia, con sus fantásticos castillos y sus grandes batallas, que por lo general no han prestado atención a lo que sucedía en los hogares y en el patio de recreo. Y mientras los historiadores suelen buscar en las batallas de ayer las causas de las de hoy, nosotros en cambio nos preguntamos cómo crea cada generación de padres e hijos los problemas que después se plantean en la vida pública.
Una vez superada la impresión inicial, algunos de los contribuyentes no querían que sus artículos aparecieran al lado del capítulo inicial de deMause, y, como dije, Basic Books rompió su contrato. Pero como deMause ya era dueño de una editora decidió publicarlo él mismo.

Si bien los contribuyentes finalmente aceptaron que sus artículos aparecieran bajo una sola cubierta, las reseñas de las revistas especializadas en historia fueron muy hostiles. Incluso una revista de centro-izquierda como New Statesman denostó a deMause: “Su verdadero mensaje es algo que se acerca más a la religión que a la historia, y como tal es inasequible para los no creyentes. Por otra parte, sus colegas contribuyentes de Historia de la infancia tienen mucho más información histórica que ofrecer”. A algunos reseñadores les llamó la atención el cuerpo de evidencia sobre el maltrato a niños en siglos pasados, pero supusieron que investigaciones futuras colocarían a tal evidencia en un contexto mucho más benigno. “Ariès mismo”, escribió deMause, “siguió convencido de que la infancia del ayer era el paraíso de los niños”.

El capítulo inicial del libro coordinado por deMause se tituló “La evolución de la infancia”. Lo que más le llamó la atención a deMause es que, de las reseñas publicadas sobre ese capítulo en inglés, traducido al alemán, francés, italiano, español y japonés, ningún reseñador increpó la evidencia en cuanto tal; sólo sus conclusiones. “Ni un solo reseñador de ninguno de los seis idiomas en que el libro fue publicado escribió sobre cualquier error en la evidencia que presenté, y ninguno presentó ninguna evidencia de fuentes primarias que contradijera alguna de mis conclusiones”. Como veremos en los excursos, las teorías de deMause no están exentas de errores. Los hay, y muchos. Pero las verdaderas faltas en su legado no las vieron este tipo de críticos que se apresuraron en adjudicarle falsas culpas. Respecto a las reseñas publicadas, deMause escribió:
Como era inverosímil que yo pudiera describir la infancia de todo aquel que hubiera vivido en Occidente por un período de dos milenios sin cometer errores, fue muy decepcionante para mí que las emociones de los reseñadores hubieran ofuscado completamente sus capacidades críticas. Ningún reseñador parecía estar interesado en la evidencia en lo absoluto.
Cierto que los hubo magnánimos como Lawrence Stone, quien en noviembre de 1974 escribió en New York Review of Books: “El problema es cómo evaluar un modelo tan intrépido, tan provocativo, tan dogmático, tan entusiasta, tan contumaz y sin embargo tan documentado”. Pero la mayoría se adhirieron al sentido común, como lo hizo E.P. Hennock en una revista especializada:
Que los hombres de otras épocas pudieran comportarse de manera muy distinta a nosotros y sin embargo ser no menos racionales o cuerdos ha sido un concepto básico entre los historiadores desde hace mucho. Pero esto no cabe en la cabeza de deMause. Las prácticas normales de las sociedades pasadas son constantemente explicadas en términos de psicosis.
Una vez más, se deja al lado la evidencia en cuanto tal para proclamar el sentido común, el cual se da por sentado. A pesar del rechazo en la academia, en las siguientes décadas el análisis a las teorías demausianas fue realizado por sus colegas que aportaban artículos al Instituto de Psicohistoria. Más de veinte estudiosos versados en el tema hicieron una crítica constructiva del legado de deMause. El primer académico que evaluó exhaustivamente su trabajo fue Glenn Davis en Childhood and history in America. Davis concluyó: “Creo que la teoría psicogénica de la historia ha pasado su prueba inicial y se mueve a una nueva etapa de desarrollo”. El establishment académico pensaba lo opuesto. The American Historical Review llamó a Davis “un converso” y The Journal of American History publicó: “Si deMause parece ser el Pangloss de la historia de la infancia, con su libro Davis tiene derecho a proclamarse su Cándido”. Davis se sintió muy herido. Abandonó la psicohistoria para continuar sus estudios de doctorado, pero poco después se suicidó saltando por el Puente George Washington.

Así que la crítica constructiva hubo de reducirse a la misma revista que publicaba deMause. Dada la discrecionalidad de los contribuyentes esta situación conllevó a que los aspectos más débiles, e incluso fallidos, de la teoría demausiana no fueran criticados (como dije, en los excursos tercero y cuarto haré yo mismo la crítica). Aparecieron evaluaciones doctas de la evidencia que deMause había presentado sobre el trato a los niños en el pasado. William Langer, Richard Trextler, Barbara Kellum y R.H. Helmholz respaldaron la evidencia sobre el infanticidio. Uno de los aspectos más interesantes de esta segregación entre académicos ortodoxos y quienes se mueven en el círculo de deMause es que las enciclopedias de hoy día, como la Britannica de 2007, siguen afirmando que el infanticidio se realizaba por pobreza. Langer y los otros autores demostraron que la gente rica cometía infanticidio a una escala mayor que los pobres. Este es uno de los problemas que surgen cuando la academia decide ignorar un campo de estudio. Entre los psicohistoriadores, en Alemania Friedhelm Nyssen escribió Die Geschichte der Kindheit bei L. DeMause, donde examinó las referencias bibliográficas que pudo rastrear de los trabajos de deMause. Otro alemán, Aurel Ende, se concentró en verificar las fuentes históricas sobre las golpizas a los niños alemanes por sus padres. Raffael Scheck examinó más de setenta autobiografías de alemanes nacidos entre 1740 y 1820 y confirmó los hallazgos de Ende. Teniendo en mente la clase de Ross sobre el apego con el perpetrador, es interesante que Scheck escribiera: “En la mayoría de las autobiografías puede sentirse cuánto amaban los hijos a sus padres a pesar de que eran fríos, golpeadores y abusivos”. El apego hacia la figura del padre permea tanto la psique humana que no debe extrañarnos la identificación social con el perpetrador. Por ejemplo, en un par de trabajos en la revista de deMause, Karen Taylor documentó detalladamente cómo los sectores conservadores se opusieron al movimiento en contra de la violencia a los niños decimonónicos. Elizabeth Pleck estudió más de una centena de autobiografías, diarios y cartas de estadounidenses escritas entre 1650 y 1900 en Domestic tyranny: the making of American social policy against family violence from colonial times to the present, y cuantificó sus hallazgos. Es interesante notar que, según Pleck, en la primera mitad del siglo XIX los padres comenzaron a cambiar de pegarles a sus hijos con objetos de castigo a darles nalgadas. El estadounidense Joseph Ilick, quien había contribuido con uno de los capítulos de Historia de la infancia, escribió en 1985: “DeMause creó un interés en la historia de la infancia que no existía antes, y ha sido la fuente original de inspiración en este país para la mayoría de los estudios eruditos sobre la infancia desde la década anterior”. Peter Petschauer, un psicohistoriador alemán, expandió con gran detalle cómo era la empañadura y otras barbaridades de la educación alemana. Otros investigadores de la infancia europeos también se pronunciaron sobre el trabajo de deMause: Katharina Rutschky, Alice Miller y Linda Pollock. Miller aceptó el material de deMause y sus conclusiones. Rutschky sólo aceptó la evidencia pero rechazó sus conclusiones. Pollock rechazó ambas.

Aunque Rutschky es autora de libros sobre la historia de la pedagogía, y quien acuñó el término “pedagogía negra” que popularizó Miller y que tan útil me fue en mi libro anterior, diré sólo unas palabras sobre la otra autora, Linda Pollock. Su libro Forgotten children: parent-child relations from 1500 to 1900 es el más citado para negar la tesis demausiana de que el trato a los niños ha sido diferencial en el pasado. Según Pollock: “Con raras excepciones, los niños parecen haber estado bastante apegados a sus padres como infantes y continuaron manteniendo un profundo afecto hacia ellos”. Pollock no parece tener conocimiento de que, como en otros mamíferos, nuestra misma biología nos predetermina a que nos apeguemos a nuestros progenitores independientemente de su conducta. No obstante, la crítica más pertinaz que deMause hace de Pollock es que su estudio se basó en diarios de los padres mismos. “Un método similar sería construir una historia estadística de la criminalidad por medio de ignorar todos los reportes policiales y basarse solamente en los diarios de los criminales para establecer las estadísticas del nivel del crimen”. A pesar de realidad tan elemental, muchos reseñadores consideraron el libro de Pollock como definitivo en el campo.

En la actualidad el fenómeno de estudiar la historia de la infancia continúa, tanto de parte de psicohistoriadores como de historiadores más académicos; por ejemplo, un estudio de Colin Heywood. Pero es precisamente por libros como el de Heywood, que aceptan la evidencia histórica de maltratos a la infancia aunque discrepan de las conclusiones de deMause, lo que me ha convencido que este último encontró una veta de oro que aún le resta mucho de explotar. DeMause termina su artículo retrospectivo de 1988 señalando que, a pesar de su rechazo en la academia, tanto su capítulo introductorio en Historia de la infancia como los libros de Alice Miller y otros autores populares a favor de los niños son leídos por un importante nicho de la sociedad.

La tesis central en psicohistoria es que la dinámica de emergencia social es psicogénica: radica en el trato a los niños; no es económica. DeMause no se hace ilusiones. Como Thomas Kuhn, sabe perfectamente que las revoluciones de paradigma se logran gradualmente mientras los defensores del viejo paradigma van muriendo y son reemplazados por individuos nuevos. “Si la historia de la infancia y la psicohistoria significan algo”, escribe deMause, “es la reversión de la mayoría de las flechas causales usadas por los historiadores hasta la fecha”. En otras palabras, la manera de ver el mundo en las humanidades y ciencias sociales se encuentra de cabeza, y la psicohistoria vuelve a poner los pies en la tierra. Las relaciones entre padres e hijos han determinado los aspectos sociales, políticos, económicos y de derechos humanos en todas las civilizaciones del mundo. A diferencia de los hallazgos de Darwin sobre el organismo y su medio ambiente, en el Homo sapiens el mundo exterior no moldea de modo tan definitivo su devenir como lo hace la propia emergencia psíquica (como veremos en el resto del libro). En una sola oración, el hallazgo principal de la psicohistoria es que la historia académica falla en reconocer el profundo papel que, en el devenir humano, juega el amor de los padres hacia sus hijos.

La psicohistoria sigue siendo, a principios del siglo XXI, un campo controversial de investigación. No obstante, al momento de escribir se imparten cursos de psicohistoria en la Universidad de Boston y en otras universidades de Nueva York, y The Journal of Psychohistory ha sido publicada por más de treinta años.