miércoles, 31 de marzo de 2010

Cortés y Cuauhtémoc


Antes de continuar publicando capítulos sobre mi libro (véanse las entradas anteriores), quisiera confesar que cuando lo inicié estaba muy renuente a escribir el nombre Hernán Cortés.

Aún recuerdo una ilustración de un libro de texto en la primaria cuando era un niño sobre el suplicio a Cuauhtémoc (“sol al ocaso” o “águila que desciende” significa el nombre del último emperador de los antiguos mexicanos), soportando la quema de sus pies por Cortés y negándose a revelar el sitio del tesoro de Moctezuma. Más de cuarenta años iban a pasar para que me topara con un pasaje de fray Juan de Torquemada que arroja dudas sobre el relato. A principios del siglo XVII Torquemada escribió que Cortés incluso salvó a Cuauhtémoc del tormento que le aplicaron sus compañeros “teniendo por cosa inhumana y avara tratar de tal manera a un rey”. En la escuela también me ocultaron que Cuauhtémoc había tenido un hijo a quien Cortés concedería una encomienda, hijo que recibiría un escudo de armas del mismo Carlos V. De niño me habían metido hasta el tuétano la anécdota que, durante el tormento, Cuauhtémoc le contestaba al rey de Tacuba a su lado quejándose del fuego: “¿Y crees que estoy yo en un lecho de rosas?”

En lugar de adoctrinar a la infancia mexicana con viñetas de dudosa historicidad habría que señalar los verdaderos pecados del conquistador. Por ejemplo, cuando la guerra estalló en toda su furia, y ya con Cuitálhuac como sucesor de Moctezuma, Cortés instituyó la esclavitud de indios marcándolos en la cara con hierro, incluyendo mujeres y niños. (El hecho que una vez consumada la conquista se decretara la pena de muerte a todo español que herrase indios como esclavos no disminuye este crimen.) Esas atrocidades —matanzas, esclavitud y marcaje con hierro— fueron perpetradas por los conquistadores en Tepeaca, Quechula e Izúcar. Hugh Thomas comenta obre esa campaña: “la más brutal, la más importante y la más olvidada de las que libró Cortés”. Por eso quiero volver al porqué de mi renuencia de escribir el nombre del conquistador en los primeros borradores de este libro.

Durante la referida conversación televisada con León Portilla en 1983, Octavio Paz le dijo al ilustre nahualteca, y al resto de sus conciudadanos, que es necesario reconciliarse con el pasado y volver a ver a Cortés como lo que siempre fue: un hombre de carne y hueso. Cortés, el hombre: no el arquetipo que me enseñaron en la escuela. A la par de su crueldad, el Cortés histórico tenía una faceta humanitaria. Cuando Moctezuma murió después de que le llovieran piedras lanzadas por su pueblo “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”, tanto así que “fue tan llorado como si fuera nuestro padre, y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era”.

Esta es la clave para entender al humano, no al arquetipo, que atormenta a muchos mexicanos. A fin de cuentas, había sido el jovencísimo Cuauhtémoc, el hijo de sangre real de Ahuitzotl, quien asestó el primer flechazo que habría de victimar a Moctezuma cuando su pueblo percibió su conducta ante el invasor como aplacante y traicionera. Es increíble que, debido a tanta leyenda negra, apenas recientemente me haya enterado de que Cuauhtémoc había “lanzado la primera piedra” que terminaría con la vida de quien había sido el señor de señores del México antiguo.

El retrato bernaldino de Cortés es tan verosímil que, para el lector honesto, leerlo pone en evidencia la disociación de los académicos y de un pueblo empecinado en desconocer su historia. Incluso el más conocido historiador mexicano de la actualidad, Enrique Krauze, le huye al tema de la conquista. Es la terrible confusión de los sentimientos —la gran pérdida que aún siento por la destrucción de la ciudad más bella del mundo a la vez de saber que, al destruir el teocali y exhumar los restos del niño, éste también sería vindicado— lo que los historiadores no pueden tolerar. El indigenista prefiere irse a los polos como el de Diego Rivera: quien pintó a Cortés como un microcéfalo en uno de sus coloridos murales. El hispanófilo se va al otro extremo, el de Vasconcelos, quien le llamó “Don Hernando” en su Breve historia de México y siempre lo tuvo en un lugar de honor. Pero una escena como Cortés y los suyos llorando ante el lecho de muerte de Moctezuma es un hecho histórico que ningún mexicano que conozco ha procesado en sus adentros. Nadie lamenta y a la vez celebra la caída de “la cosa más hermosa” como dice el innombrable en su misiva al emperador.

La conquista de México fue un tremebundo clash de psicoclases. Si llegara a cumplir mi vocación de antaño filmaría la tragedia de forma tal que, al llorar los rústicos soldadotes, haría llorar al público por igual. Entonces se rompería el hechizo que ha caído sobre el mexicano desde hace casi quinientos años. Entonces se vería cómo la puñalada que los mestizos apiñonados llevan en la espalda, se refleja la ausencia de estatuas a Cortés, la Malinche y Moctezuma a la par de enormes estatuas en honor a Cuitálhuac y Cuauhtémoc en la calzada más importante de la capital. Entonces se vería, como dice Colin Ross, que llorar, y llorar en grande, es la meta última de su terapia de grupo. Los mexicanos tienen medio milenio de un duelo que no termina porque son incapaces de llorarlo. Llorarlo en las crónicas que no leen, en novelas que no escriben y en películas que no filman.

El odio hacia los abusivos padres se transmuta en llanto y la liberación del trauma en los pacientes del Instituto Ross se torna explosiva. Claro que en mi proyectada película además de lágrimas no faltarían imágenes de los españoles rezagados en los combates llevados a la piedra sacrificial al son de un enorme tambor que producía un sonido que espeluznaba a quienes habían logrado salvar el pellejo. Al mismo Cortés le espantaba tanto el sonido sordo del tambor de guerra, que él y sus compañeros tuvieron que oír por cuatro días, que escribió que parecía el fin del mundo. Desde la calzada de Tacuba los castellanos vieron cómo, completamente desnudos, sus compañeros eran, a empujones y a palos, forzados a subir el gran templo donde les ponían plumas en la cabeza y “les hacían bailar delante de Huichilobos”, para luego recostarlos boca arriba y sacarles el corazón. A los cadáveres los tiran por las gradas abajo, donde aguardan “otros indios carniceros” que los desmiembran, desollan las caras y las adoban como cueros de guantes para sus fiestas, comiéndose las carnes de las piernas y los brazos “con chimole, y desta manera sacrificaron a todos los demás”.

La conquista de México-Tenochtitlan fue lo que los mexicanos de hoy día llamarían, muy coloquialmente, una supermadriza: y ya puedo imaginármela en mis mentadas máquinas para ver el pasado. Si bien podría expandir esta entrada, prefiero detenerme y recordar que mi propia ambivalencia acerca de la destrucción de la ciudad más bella se refleja en el hecho que uno de los edificios fundacionales de la plaza del Templo Mayor de Tenochtitlan, actualmente desaparecido, era la celda para los niños que serían sacrificados a Tláloc.

lunes, 29 de marzo de 2010

La exclamación de Sahagún


En esta entrada presento el capítulo 7 de El Retorno de Quetzalcóatl. Los enlaces a los capítulos que iré publicando aparecen al final de este texto. Sólo una sección de mi libro será publicada en este blog.

En mi libro explico qué es la Psicohistoria a partir de las culturas prehispánicas. La razón por la que exhumo parte de estos textos destinados al papel es porque muchos estamos hartos de La Leyenda Negra, y no hay mucho material que desmienta la propaganda indigenista en las universidades.



El Retorno de Quetzalcóatl: Capítulo 7

La exclamación de Sahagún

He trabajado en el corazón de Houston, en medio de sus rascacielos. Las postales fotográficas que veía del centro en el hotel en que trabajaba eran engañosas: ostentaban sólo el lado luminoso e impresionante de la ciudad tejana. Jamás mostraban lo que veía a unas cuadras de mi trabajo: calles muy feas, miseria abyecta y malvivientes negros.

Algo similar puede decirse de las ilustraciones del capítulo anterior. Si Tenochtitlan era mantenida bella era por los cautivos de otros pueblos forzados a trabajar. El Conquistador Anónimo nos dice que a los prisioneros de guerra a quienes los mexicas no canibalizarían los esclavizaban. Si uno de éstos hubiera escrito una autobiografía, como la de aquellas mujeres que escapan de los países bajo la sharia, sería una sensación literaria en la actualidad. ¿Y quién trabajó para levantar esos grandes templos y abrir las anchas avenidas? El hormigueo de trabajadores alrededor del lago de Tezcoco, obligados a trabajar como parte del tributo de las aldeas tributarias al imperio, no debió haber sido muy disímil a las escenas de Apocalypto antes de que la cámara nos mostrara el centro de la ciudad maya. A la par de su belleza, Tenochtitlan tenía minusválidos, ladrones y prostitutas; y a diferencia de los nobles, los comunes llevaban únicamente un taparrabo y una manta no de algodón sino de fibra de maguey, y caminaban con los pies desnudos ante sus superiores. Sólo si se elevaban en la jerarquía se les permitía calzar sandalias. Y al igual que la Ciudad de México contemporánea con sus antiguas mansiones o americanizados edificios en Las Lomas y Santa Fe coexistiendo con los barrios más pobres, a diferencia de los palacios de Nezahualcóyotl y las mansiones cercanas al teocali la casa media mexica consistía de una habitación-dormitorio.

Cierto que las flores y la muerte adornan la lírica de los mexicas. Pero una línea de sus poemas —“Ojalá arrastren acá (prisioneros), Todo el país debe ser desolado”—, me descubre el otro lado del alma nahua. En ese mundo llovían flores sin cesar al lado de la macabra, aunque magnífica, estatuaria mexica. Cada vez que veo la mirada en pánico del Chac Mool encontrado en los cimientos del Templo Mayor me pregunto qué estaría viendo (excavaciones realizadas entre 1978 y 2000 en el templo recuperaron más de un centenar de cráneos, entre los que se incluían una gran cantidad de niños). Hay mucho de cierto, y a la vez de engañoso, en la primera ilustración que coloqué en el capítulo anterior. Por ejemplo, no se nota la sangre en las escalinatas. En la Tenochtitlan real, no en la postal idealizada, las muy empinadas gradas de los templos, las cuales tenían por objeto que los cuerpos cayeran sin obstáculos, estaban manchadas de la sangre de los sacrificados (sangre en las escalinatas que sí se ve tanto en el mural de Rivera como de la película de Gibson). En la reconstrucción pictórica, basada en los planos del arquitecto Ignacio Marquina, tampoco se nota el carácter dramático del sacrificio que está teniendo lugar sobre gigantesca piedra quauhtemaláctl: que en la ilustración se divisa en el patio del Gran Teocali. Esa piedra circular servía de teatro para un sacrificio gladiatorio donde los atacantes iban hiriendo gradualmente la pierna, cabeza o vientre de un hombre atado a la piedra en el rito llamado apropiadamente tlahuahuanaliztli, “la laceración”: el equivalente humano a un toro herido con banderillazos (al final le extraían el corazón). Era de tal importancia el espectáculo que el rey Axayácatl requirió la mano de obra de cientos de hombres para arrastrar la monumental piedra desde la calzada que unía a Coyoacán con Tenochtitlan. Sobra decir que el confort del noble que, en la ilustración, ve el espectáculo desde la cómoda sombra es inverso a lo que en la vida real debió haber sentido el lacerado en la ciudad más bella del mundo.

El mes pasado este día que escribo aún se exhibía en los cines mexicanos la película Apocalypto. Contrario a los augurios de que no tendría un buen recibimiento en México, la cinta rebasó los ingresos de taquilla que obtuvieron otras películas memorables. Muchos se enfurecieron alegando que era injusto enfocarse en la parte oscura de la cultura maya en lugar de sus matemáticas, astronomía o desaparición. Activistas indígenas de Guatemala pidieron al público que no asistiera a las salas y no faltaron, como los negadores del Holocausto, quienes negaran la historicidad del sacrificio humano en la América precolombina. Uno de mis más delirantes paisanos escribió el mes anterior a su estreno: “En lo personal me avergüenzo de la poca sangre española que tengo. Prefiero ser caníbal y demostrar el esplendor de esta cultura muy por arriba de la cultura española. Yo ansío morir a filo de obsidiana. Sólo quieren nuestros corazones la muerte gloriosa” (dado que la obsidiana es quebradiza los mexicas usaban, en realidad, cuchillos de sílex). Como réplica a estas rasgaduras de vestiduras nacionalistas, en una editorial del periódico mexicano Reforma Juan Pardinas escribió: “La mala noticia es que esta interpretación histórica tiene alguna dosis de realidad. Los personajes de Mel Gibson se parecen más a los mayas de los murales de Bonampak que a los que aparecen en los libros de la SEP”, la Secretaría de Educación Pública mexicana, donde los niños aprenden que los antiguos yucatecos utilizaron el cero antes que los europeos, algo así como si los mayas hubieran sido una civilización de pensadores y científicos: la Atenas india de las Américas. Pero lo que ni Gibson mismo se atrevió a mostrarnos en la pantalla es que no sólo los adultos, sino los niños pequeños, eran víctimas de sacrificios mayas.

El sacrificio de niños en Mesoamérica inició muchos siglos antes de que las tribus nómadas del norte se establecieran en el Lago de Tezcoco. En El Manatí, sitio arqueológico olmeca en Veracruz asociado a un rito sacrificial, se han hallado esqueletos de bebés, fémures y calaveras. A los olmecas le siguieron los teotihuacanos. En la Pirámide del Sol, la más grande del Valle de México, a principios del siglo XX Leopoldo Batres encontró varios esqueletos de niños: ofrendas al dios del agua (los teotihuacanos fueron coetáneos de los mayas). Cuando vi una fotografía de los esqueletos en la Pirámide de la Luna se me figuró al horrífico hallazgo de humanos sacrificados y puestos en capullos en una alta pared de la película Aliens.

Ahorrémonos la historia de similares hallazgos arqueológicos del siglo XX y enfoquémonos en los del nuevo siglo. En diciembre de 2005 Reforma sacó una nota en que el arqueólogo Ricardo Armijo Torres habló de un hallazgo en Comalcalco, región de Chontalpa que algunos creen fue la cuna de la civilización maya, en que los mayas habían perpetrado “un sacrificio masivo de niños de alrededor de uno o dos años de edad”. Chichén-itzá se volvió una de las nuevas siete maravillas del mundo en 2007 ignorando, tanto por los orgullosos nacionales como por los admirados extranjeros, que era la sede de una carnicería ritual. El Chac Mool arriba del templo tiene una vasija de piedra a manera de recipiente de corazones humanos. Miles de mayas murieron en sacrificios rituales en tiempos de la gran sequía: holocausto inútil que no logró salvar a Chichén-itzá de su destino. En el juego de pelota maya a veces jugaban con una cabeza decapitada. Los relatos cuentan que en el cenote se echaban a muchachas, corroborado en tiempos recientes al drenar uno de ellos y hallar los esqueletos. Además de la evidencia ósea existe evidencia pictórica en el arte maya sobre los niños sacrificados. En la página 25 del número de septiembre-octubre de 2003 de la revista Arqueología mexicana aparece una escena en una cerámica pintada del Clásico Tardío “que indica que el sacrificio de niños se realizaba en circunstancias bien definidas”. En esa misma página aparece una fotografía de la Estela 11 de Piedras Negras, Guatemala, en que se ve un niño muerto mostrando una cavidad abdominal: señal que le extrajeron el corazón. El sacrificio de infantes continuó en el Posclásico; y aunque en la clandestinidad y bajo la sombra protectora de las cuevas, en los primeros años de la Colonia.

Aunque los mayas abandonaron las grandes ciudades y sus enormes campos de cultivo del período Clásico, sin estar sometidos conservaban relaciones distantes con el imperio de los mexicas. Una vez que los jeroglíficos mayas fueron descifrados, la visión sobre el mundo maya cambió. Recuerdo mucho el momento en que recibí la primera información a este respecto al toparme con una reseña del New York Times sobre The blood of the kings, publicado en 1986 cuando vivía en Estados Unidos. Aunque no conservo la reseña recuerdo que me entusiasmó. Esos días le escribí a una amiga informándole que, lejos de ser los “griegos de América”, los mayas realizaban rituales cuyo fin era provocar alucinaciones en los mutilados; que veneraban la sangre como un elixir mágico y que toda ceremonia, sea de nacimiento, matrimonio o defunción conllevaba un tributo de sangre humana. Citaré extensamente mis misivas a esta amiga en mi próximo libro. Por ahora sólo quisiera añadir que también le escribí acerca de un fresco de Bonampak mostrando a un príncipe maya “con cara de ojete”, su corte y los cautivos yaciendo a sus pies con ojos de pánico, aparentemente pidiendo una misericordia que no obtendrían (una cabeza decapitada se observa en el suelo). Los mayas les habían cortado las yemas de los dedos para que corriera el líquido precioso. El fresco es tan famoso que llegó a aparecer una temporada en los billetes mexicanos de veinte pesos. Unos años después, en la revista cultural de Octavio Paz leí las palabras de un erudito en asuntos mayas, Michael Coe: “Ahora es sorprendentemente claro que los mayas de la época clásica, y sus antecesores del Preclásico, eran gobernados por dinastías hereditarias de guerreros, para quienes el autosacrificio y el derramamiento de la sangre, y el sacrificio de la decapitación humana eran obsesiones supremas”.

Volviendo a los mexicas, fray Diego Durán escribió sobre el sacrificio ritual de niños en una importante celebración del Valle de México a la que asistían los gobernantes. Varios meses del calendario mexica estaban consagrados al sacrificio de niños en las cumbres de los montes, al igual que los distantes incas. Los niños eran transportados en literas adornadas mientras sus verdugos los acompañaban cantando y bailando. Se les hacía llorar para que sus lágrimas presagiaran una buena temporada de lluvias. Mientras más llorara el niño, más contentos estaban los dioses.

El nombre mexica del primer mes es atlcahualo. Equivale a una parte de febrero en su contraparte gregoriana (los meses del calendario mexica duraban veinte días). Se sacrificaban niños a la deidad del agua Tláloc, y a Chalchitlicue, la señora de la falda de verde jade y la diosa de las aguas termales. En otras ceremonias los niños eran ahogados. En el tercer mes del calendario se volvían a sacrificar niños. El etnólogo francés Christian Duverger escribió algo que me perturbó. En las páginas 128s de la traducción de su libro La flor letal aparece este pasaje:
Los suplicios. En el contexto de las violentas estimulaciones presacrificiales, creo que conviene dejar un lugar a la tortura, justamente porque sólo es practicada por los aztecas antes del sacrificio humano. La tortura no está obligatoriamente integrada al preludio sacrificial, pero puede ocurrir. El arrancar las uñas a los niños que debían ser sacrificados al dios de la lluvia es un buen ejemplo de tortura ritual. Las uñas pertenecían a Tláloc. Por medio de los sacrificios del mes atlcahualo los mexicanos rendían homenaje a los tláloques [servidores de Tláloc], y llamaban la lluvia; para que el rito fuera eficaz, convenía que los niños lloraran abundantemente en el momento del sacrificio.
Después se les aplicaba una mascarilla de hule caliente y eran arrojados a una pila que hacía que el hule se endureciera y no los dejara respirar.

Tláloc, el dios de la lluvia, era uno de los dos dioses más honrados por los mexicas. Junto con el de Huitzilopochtli, su templo azul claro existía en el punto más alto de Tenochtitlan. A partir de los esqueletos hallados desde finales del siglo XX hasta principios del XXI se determinó que docenas niños, en su mayoría varones de unos seis años, fueron sacrificados y enterrados en la esquina noroeste del primer templo dedicado a Tláloc (recuérdese que el templo consistía de varias capas; sólo la primera sobrevivió, en meros cimientos, a la gran destrucción española). En julio de 2005 los arqueólogos que trabajan en las ruinas anunciaron otro descubrimiento en los cimientos: un sacrificio infantil a Huitzilopochtli, probablemente con motivo a la consagración del edificio.

Los restos de un niño sacrificado a
Huitzilopochtli en Templo Mayor
(fotografía de Héctor Montaño)

Confieso que a lo largo de los años he albergado la fantasía morbosa de averiguar el aspecto de la estatua de Huitzilopochtli. Sueño con unas futuristas “máquinas para ver el pasado” para saber, con lujo de detalle, cómo era exactamente la terrible deidad. Es sabido que para conocer el alma de una cultura no hay como tener a su arte enfrente. Unas de las páginas que más aprecio de los relatos cortos de Arthur Clarke provienen de Jupiter five, en donde unos exploradores encuentran una estatua representando a un alienígena en la sala de arte de una abandonada nave de treinta kilómetros de diámetro. A veces el mundo mexica me parece tan distante de mi civilización que no me parece exagerada la comparación. Pero volviendo a mi fantasía. Las páginas que con más interés leí de Historia verdadera de la conquista de Nueva España fueron aquellas en que Bernal Díaz describió la gran estatua de Huitzilopochtli que vio a lo alto de la gran pirámide:
Y luego nuestro Cortés dijo a Montezuma, con doña Marina, la lengua: “Muy señor es vuestra merced, y de mucho más es merecedor; hemos holgado de ver vuestras ciudades; lo que os pido por merced, que pues que estamos aquí, en este vuestro templo, que nos mostréis vuestros dioses y teules”. Y Montezuma dijo que primero hablaría con sus grandes papas [sumos sacerdotes]. Y luego que con ellos hubo hablado dijo que entrásemos en una torrecilla y apartamiento a manera de sala, donde estaban dos como altares, con muy ricas tablazones encima del techo, y en cada altar estaban dos bultos, como de gigante, de muy altos cuerpos y muy gordos, y el primero, que estaba a mano derecha, decían que era el de Uichilobos, su dios de la guerra, y tenía la cara y rostro muy ancho y los ojos disformes y espantables; en todo el cuerpo tanta de la pedrería y oro y perlas y alfójar pegado con engrudo, que hacen en esta tierra unas como raíces, que todo el cuerpo y cabeza estaba lleno de ello, y ceñido el cuerpo unas a manera de grandes culebras hechas de oro y pedrería, y en una mano tenía un arco y en otra unas flechas. Y otro ídolo pequeño que allí junto a él estaba, que decían que era su paje, le tenía una lanza no larga y una rodela muy rica de oro y pedrería; y tenía puestos al cuello el Uichilobos unas caras de indios y otros como corazones de los mismos indios, y éstos de oro y de ellos de plata, con mucha pedrería azules; y estaban allí unos braseros con incienso, que es su copal, y con tres corazones de indios que aquel día habían sacrificado y se quemaban, y con el humo y copal le habían hecho aquel sacrificio. Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente.
El indio bautizado como Andrés de Tapia alegó que la estatua de Huitzilopochtli estaba hecha de semillas enharinadas con sangre de niños en una pasta endurecida; fray Durán, en cambio, dijo que era de madera. Lo cierto es que los sacerdotes dedicados a su culto se autolesionaban la lengua, los brazos y los muslos mojando pajas con su sangre como ofrenda. Incluso el mexica común se autolesionaba mucho más de lo que solía hacerlo mi prima Sabina: ofrecía sangrías con puntas de maguey perforándose los labios, las orejas y la lengua. Los hombres se punzaban el pene y las ensangrentadas puntas eran colocadas en un adoratorio. Los mexicas comunes “ornamentaban sus puertas con espadañas con sangre de sus orejas”. Los sacerdotes, llamados papas por Díaz, tenían los lóbulos de las orejas completamente destrozadas por estas sangrías. Además de arrancarle el corazón a un cautivo en el día 4-Terremoto, ese día el mexica común hacía estas penitencias de punciones.

Menciono todo esto a fin de arrojar luz a la larga cita de Colin Ross. Las autolesionadoras de Dallas se punzaban porque se creían malvadas y necesitaban una válvula de escape para descargar alguna presión del volcán de cólera contra sus padres que llevaban dentro. A costa de su salud mental y debido a la sustitución del sitio de control, el mal de sus padres había sido transfundido a su mentalidad desde la infancia haciendo al perpetrador bueno y seguro para apegarse. Recordemos que esta sustitución ayuda a resolver el dilema básico y fundamental de la raza humana: el apego afectivo a nuestros padres por nuestra larga dependencia. Ross no se pronuncia sobre los antiguos mexicanos, pero según Lloyd deMause este tipo de autolesiones aliviaban a los amerindios del ansia de la internalizada imagen de padre, ahora sublimada, que los castigaría por una prosperidad percibida como pecaminosa (ya veremos adónde nos lleva esto al analizar al Occidente del siglo XXI). Dicho de otra manera, autolesionarse y lesionar a otros son dos caras de la misma moneda. Desplazamos nuestra ira contenida hacia otros y hacia nosotros mismos por la absoluta disociación de las emociones resultantes del trato que nos propinaron. Si los prehispánicos desplazaban más que nosotros se debe simplemente a que su puericultura era más primitiva que la nuestra. Para Claude-François Baudez, del Centro de Investigación Científica de París, el sacrificio mesoamericano de otros sólo reemplaza al autosacrificio “a condición de que alter sea equivalente a ego”. El sacrificio humano era, en última instancia, el sacrificio del ego “como lo muestran en primera instancia los mitos de origen que dan la precedencia al autosacrificio”.

Una vez más: esto es muy importante, como veremos al psicoanalizar a un Occidente que se autolesiona.

Baudez ilustra su punto a través de la costumbre mesoamericana de comerse al enemigo o vestirse con su piel: práctica que ocupaba un lugar de primera magnitud entre los antiguos pobladores del continente. A pesar del hecho que la forma socializante de educación en nuestra época también es abusiva, las formas culturales prehispánicas eran infinitamente peores. No puede sino venirme ahora a la mente los estudios de dos antropólogas mexicanas que muestran que los cadáveres de algunos sacrificados sufrían procesos de desollado, descarnado, desmembrado, decapitación e incluso la exhibición de partes corporales como adornos, como lo demuestra el registro óseo (en nuestra época, sólo algunos asesinos seriales hacen este tipo de cosas). En el caso de los niños, la psique de los hermanos, primos, parientes, cercanos y lejanos sobrevivientes de los infantes sacrificados interiorizó un impulso más homicida que el nuestro: un buen ejemplo para entender la diferencia entre psicoclases muy distantes entre sí.

La página 34 del referido número de Arqueología mexicana da cuenta de un alarmante estudio osteológico. En Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, se encontraron los restos de un niño de tres a cuatro años cuyos huesos presentaban una coloración naranja o amarilla traslúcida; texturas tersas o vítreas, y compactación del tejido esponjoso, además de estrellamiento del cráneo. Dado que en los tratamientos mortuorios los mexicas decapitaban algunos cadáveres y a veces hervían algunas de las cabezas para su posterior ostentación estética, los arqueólogos concluyeron que la cabeza del niño sacrificado había sido hervida y que se estrelló debido a la ebullición de la masa encefálica. La fotografía del cráneo fue publicada. Asimismo, a principios de 2005 salió una nota periodística sobre el hallazgo al norte de la Ciudad de México, en Ecatepec: un sitio arqueológico con osamentas de ocho menores sacrificados. Según la nota recogida por Discovery Channel: “El sacrificio involucraba quemar total o parcialmente a las víctimas. Encontramos un hueco donde enterraban los restos de cuatro niños que fueron parcialmente quemados y otros cuatro completamente carbonizados”.

Por más rústicos que fueran los soldados españoles, al ver por vez primera en sus vidas este tipo de costumbres se espantaron. Los primeros textos sobre el Nuevo Mundo jamás publicados en Europa fueron las Cartas de relación de Hernán Cortés. En una de estas cartas, publicada en 1523, el conquistador escribió:
Y tienen otra cosa horrible y abominable y digna de ser punida que hasta hoy no habíamos visto en ninguna parte, y es que todas las veces que alguna cosa quieren pedir a sus ídolos para que más acepten su petición, toman muchas niñas y niños y aun hombres y mujeres de mayor edad, y en presencia de aquellos ídolos los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas, y queman las dichas entrañas y corazones delante de los ídolos, y ofreciéndolos en sacrificio aquel humo. Esto habemos visto algunos de nosotros, y los que lo han visto dicen que es la más cruda y espantosa cosa de ver que jamás han visto.
En otra ocasión Cortés refirió que sus soldados habían capturado a un indio que había estado asando el cadáver de un bebé para comérselo. Fernando de Alva Cortés Ixtlilxochitl, un mestizo que escribió el códice que lleva su nombre, dice que uno de cada cinco niños era sacrificado al año. La cifra parece exagerada: se desconoce a ciencia cierta cuántos niños se sacrificaban en Mesoamérica. Los estudiosos contemporáneos más reservados dicen que en el mundo mexica al menos docenas de niños se sacrificaban cada año.

Una de las fuentes que los indigenistas mexicanos tienen en alto precio es la obra de fray Bernardino de Sahagún, quien partiera para el Nuevo Mundo en 1529, apenas unos años después de la caída de Tenochtitlan. Sahagún es considerado el primer antropólogo que dio el mundo. Incluso un apasionado indigenista como Diego Rivera pintó a Sahagún joven y con un rostro inteligente. Sobre las fiestas del llamado Calendario Azteca, Sahagún nos habla de los ritos del primer mes, llamado atlcahualo o quauitleoa por los mexicas:
En este mes mataban muchos niños; sacrificábanlos en muchos lugares y en las cumbres de los montes, sacándoles los corazones a la honra de los dioses del agua, para que les diesen agua o lluvias.
Sobre lo que los mexicas hacían en el segundo mes del calendario, hablaré en el siguiente capítulo. En el tercer mes, prosigue la relación de Sahagún: “En esta fiesta mataban muchos niños en los montes; ofrecíanlos en sacrificio a este dios”. Luego hace un comentario general sobre los primeros meses del año:
Según relación de algunos [indios], los niños que mataban juntábanlos en el primer mes, comprándolos a sus madres, e íbanlos matando en todas las fiestas siguientes hasta que las aguas comenzaban de veras; y así mataban algunos en el primer mes, llamado quauitleoa [del 2 de febrero al 21 de febrero]; y otros en el segundo, llamado tlacaxipehualiztli [del 22 de febrero al 13 de marzo]; y otros en el tercero llamado tozoztontli [del 14 de marzo al 2 de abril]; y otros en el cuarto, llamado uey tozoztli [del 3 de abril al 22 de abril], de manera que hasta que comenzaban las aguas abundosamente, en todas las fiestas crucificaban [sacrificaban] niños.
Quienes vivimos en la región que otrora fue Tenochtitlan sabemos que la primavera aquí es seca, lo que significa que mis antepasados sentían un irrefrenable impulso de matar a los pequeños. Es inverosímil que quienes tenían el genio de construir en el centro de la plaza un templo a Quetzalcóatl en que se veía la salida del sol entre los dos altares del Templo Mayor, a la vez no pudieran prever las temporadas de lluvias que mis más incultos conciudadanos conocen a la perfección. Parece elemental que algo más que solicitar las lluvias preñaba la psique de los descendientes de los tenochcas. En el segundo libro de Historia general de las cosas de Nueva España Sahagún comenta sobre el primer mes: “Para esta fiesta buscaban muchos niños de teta, comprándolos a sus madres”. Y añade: “A estos niños llevaban a matar a los montes altos, donde ellos tenían hecho voto de ofrecer; a unos de ellos sacaban los corazones en aquellos montes, y a otros en ciertos lugares de la laguna de México”. En discusiones conmigo mi padre ha hablado mucho de la “raza profunda”: los antiguos mexicanos. Me pregunto qué tan “profundo” es que los pueblos bajo control Mexica ofrecían, a modo de tributo, a sus pequeños para el sacrificio. Sobre Pantitlán, Sahagún escribe:
Gran cantidad de niños mataban cada año en estos lugares y después de muertos los cocían y comían.
Cuando leí ese pasaje no pude sino pensar en la estación del metro de la Ciudad de México llamada Pantitlán. Ignoraba que era el lugar más hondo de la laguna. (En tiempos de la ciudad lacustre, la colonia donde escribo este libro también estaba bajo el agua.) En ese mismo segundo tomo de su enciclopédica obra de doce libros sobre los usos y costumbres de los antiguos mexicanos, Sahagún nos proporciona más detalles:
Los lugares donde mataban niños son los siguientes: el primero se llamaba Quauhtépetl, es una sierra eminente que está cerca de Tlatelolco. Al segundo monte sobre que mataban niños llamaban Ioaltécatl. El tercer monte sobre que mataban niños llamaban Tepetzinco; es aquel montecillo que está dentro de la laguna frontero del Tlatelolco; allí mataban una niña. El cuarto monte sobre que mataban niños llamaban Poyauhtla. El quinto lugar en que mataban niños era el remolino o sumidero de la laguna de México, al cual llamaban Pantitlán. El sexto lugar o monte sobre que mataban niños llamaban Cócotl. El séptimo lugar donde que mataban niños era un monte que llamaban Yiauhqueme.
Estos tristes niños antes que los llevasen a matar aderezábanlos con piedras preciosas, con plumas ricas y con mantas y llevándolos en las andas íbanles tañendo con flautas y trompetas que ellos usaban. Allí los tenían toda la noche velando y cantábanles cantares los sacerdotes de los ídolos, porque no durmiesen. Y cuando llevaban los niños a los lugares donde los habían de matar, si iban llorando y echaban muchas lágrimas, alegrábanse los que los veían llorar porque decían que era señal que llovería muy presto.

Lo más valioso del opus sahagunense es la exclamación que, en la edición mexicana más rústica, la de Porrúa (edición de 2007), aparece en la página 97:
No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y horrible de ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa ninguna.
Mel Gibson yerra al citar al historiador Will Durant al inicio de su filme. El sacrificio humano en Mesoamérica no era una aberración política como en su película: era un extendido fenómeno social. Gibson falseó la historia al poner como pacífica a una comunidad de cazadores-recolectores en contraste con la decadente metrópoli. La realidad parece ser que tanto los americanos que poblaban las pequeñas aldeas, y especialmente los nativos desnudos que fueron exterminados en las islas del Caribe, estaban aún más disociados que los residentes de la refinada ciudad doble Tenochtitlan-Tlatelolco. La variedad de indios que no vivía en las grandes ciudades oscilaba del caribeño antropófago al otomí de las cavernas; del fiero guaraní al canibalesco chiriguano. A diferencia de los aldeanos de Apocalypto, los tarahumaras, los temidos tobosos chichimecas, los xiximes y guarijíos practicaban la “danza de la cabeza”, en que mantenían enclaustrada a una virgen a quien le llevaban una cabeza decapitada para que le “hablara”, lo cual la mujer tenía que hacer con oscilantes sentimientos de amor y odio. A diferencia de la bucólica aldea en medio de la selva maya que nos pinta Gibson, esto es lo que hacían los aldeanos prehispánicos en la historia real.

Que el sacrificio era un fenómeno más popular y social que político se muestra en el hecho que, después de la eliminación de los gobiernos autóctonos y de la introducción del cristianismo en la época colonial, los indígenas adoptaron la cruz como forma de sacrificio de niños. Para una psicoclase que en páginas pasadas rotulé de infanticida, la asimilación española tuvo momentos increíbles. Los indios llegaron a clavar niños de manos a una cruz con los pies atados antes de sacarles el corazón. A veces, aún crucificados se les arrojaba a un cenote, como se lee en la página 81 del segundo volumen del Archivo General de las Indias recopilado por France Scholes y Eleanor Adams en 1938. El sacerdote indio solía decir: “Mueran estos muchachos puestos en la cruz como murió Jesucristo, el cual dicen que era nuestro señor, mas no sabemos nosotros si lo era”.


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Nota: El libro completo puede leerse en mi página web, aquí.


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©2008 C.T.

La ciudad “más hermosa del mundo”



Después de mucho pensarlo por cuestiones de derechos de autor, en esta entrada presento el capítulo 6 de El Retorno de Quetzalcóatl (los enlaces a los capítulos del 6 al 12 aparecerán al final de las siguientes entradas). Sólo una sección de mi libro será publicada en este blog.

En mi libro explico qué es la Psicohistoria a partir de las culturas prehispánicas. La razón por la que exhumo parte de estos textos destinados al papel es porque muchos estamos hartos de La Leyenda Negra, y no hay mucho material que desmienta la propaganda indigenista en las universidades.



El Retorno de Quetzalcóatl: Capítulo 6

La ciudad “más hermosa del mundo”



Bernal Díaz del Castillo escribiría en sus memorias sobre lo que, en ruta a Tenochtitlan con sus compañeros de armas, vio a sus veintidós años:
Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas del encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes [templos] y edificios, que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños.
Cuando el sombrío Lutero martilleó sus tesis en los portones de Wittenberg, ningún hombre de raza blanca sabía de la existencia de un continente entero y del poder más extenso que conociera Mesoamérica: un imperio que tocaba ambos océanos y en cuya ciudad inundaba la luz. Y aún en nuestra época se desconoce la enorme plaza que asombró a Bernal Díaz porque sus camaradas la arrasaron en su totalidad. Si bien después de la conquista Rodrigo de Castañeda acusó a Hernán Cortés de desear preservar los tempos y sus efigies, México-Tenochtitlan fue objeto de un vandalismo sistemático. Ni un solo edificio quedó en pié en lo que ahora es la Ciudad de México, que recuerda lo que los romanos hicieron en la tercera guerra púnica: no dejaron piedra sobre piedra de Cartago y construyeron una ciudad romana sobre sus ruinas. No conformes con eso, después de la devastación física de los soldados, Zumárraga quemó las bibliotecas mexicas. Como dice un poema azteca:
Hemos de dejar los bellos cantos,
Hemos de dejar las bellas flores.
Sin embargo, bajo las edificaciones novohispanas algunos cimientos desenterrados permiten reconstruir a los arquitectos modernos cómo era la antigua ciudad india; además de que sobrevivieron las descripciones del capitán de los conquistadores, quien nos informa que las calles de Tenochtitlan:
son muy anchas y muy derechas, algunas de estas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua, por la cual andan en sus canoas, y todas las calles, de trecho a trecho, están abiertas, por donde atraviesa el agua de las unas a las otras, y en todas estas aberturas, que algunas son muy anchas, hay sus puentes, de muy anchas y muy grandes vigas juntas y recias y bien labradas, y tales que por muchas de ellas pueden pasar diez a caballo juntos a la par.
El mismo Cortés le escribió a Carlos V que la ciudad era “la más hermosa cosa del mundo”. Mucho más grande que Sevilla, la ciudad española más grande en ese tiempo, tres calzadas convergían al centro de la ciudad lacustre, uniendo la isla con la costa. “Es cosa admirable el ver cuánta razón ponen en todas las cosas”, le escribió Cortés al rey. En las calles de una ciudad que resplandecía como una joya de piedra y agua y cielo los habitantes solían salir “a pasear unos por agua en estas barcas y otros por tierra, y van en conversación”.

Tenochtitlan era objeto de admiración por sus treinta palacios de roca rojiza y porosa, sus casas de la clase alta (según el conquistador Diego de Ordás, superiores a las de España); su inmenso conjunto de sus casas de blanco inmaculado y construcciones decoradas con bajorrelieves y esculturas de piedra (a diferencia de otros pueblos que las hacían de barro), algunas estatuas decoradas incluso con oro, plumas y pieles de animales; por sus plumas de amarillo del papagayo; por sus piedras preciosas como el verde del jade y el rojo de los granates; por “sus himnos florecidos en la primavera y la flor del corazón nahua abierto”, y porque en ese insólito mundo en que jamás se hizo uso práctico de la rueda millares de canoas, las grandes hasta con sesenta indios a bordo, convergían diariamente en la ciudad lacustre.

La plaza central que se ve en la imagen de arriba (en cuyo lugar hoy día se encuentra un zócalo infestado de lo que en mi anterior libro denominé “la marabunta de Neandertales”) tenía la forma de un rectángulo. Los monumentos estaban adornados con frescos, perdidos para siempre tras el derrumbamiento de las paredes que los sustentaban, y además del acueducto había fuentes que brotaban del suelo de la isla central. El palacio de Nezahualcóyotl en Tezcoco, estado perteneciente a la triple alianza junto con Tenochtitlan y Tlacopan, estaba cercado por más de dos mil sabinos. Además de este palacio Nezahualcóyotl tenía jardines en otras localidades “con andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutos y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce, u otra cosa de ver: que podían entrar en el vergel grandes canoas desde la laguna por una apertura que tenían hecha, sin saltar en tierra, y todo muy encalado y lucido, de muchas maneras de piedras y pinturas en ellas que había harto que ponderar”. Como en mis ensoñaciones de niño con la Coatlicue contadas en mi anterior libro, los laberintos y las cascadas artificiales de esos jardines proporcionaban un ambiente fresco y tonificante.

Ya podemos imaginar la impresión que este mundo totalmente aparte causó en los europeos, quienes no cesaron de admirarse de la riqueza de los vestidos tornasolados; de los colores y dibujos en la indumentaria de mujeres con cabello teñido de morado para que brillara y los dientes manchados de negro con cochinilla; de la vestimenta de los nobles decorada en bordados policromos con dibujos que representaban corazones y luciendo collares de cuentas de jade, de turquesa o con enormes objetos de diorita, pelucas y pieles de jaguar, brazaletes en los brazos y tobillos, o la simple “muchedumbre de morenos bajo sus vestidos blancos”. Los guerreros se pintaban la cara con rayas; otros con polvo amarillo ocre, untándose los pies con ungüentos de copal y tatuándose las manos con diseños. Era un espectáculo verlos alrededor del emperador, los estandartes de tela y los inmensos adornos de oro y de plumas de quetzal exquisitamente cortadas formando ramilletes de mil colores; artes elaborados bajo una técnica musivaria en agudo contraste con la vestimenta negruzca de los sacerdotes con figuras de cráneos y huesos humanos. Qué desatinada es la petrificada imagen del Museo Anahuacali de Diego Rivera para transmitir el universo abierto al aire libre, luminoso y multicolor de los aztecas. Paradójicamente, los murales de Rivera (por ejemplo, éste de Tenochtitlan vista desde un hipotético punto de visto desde el mercado de Tlatelolco), son atinadísimos.

El palacio de Moctezuma (que ocupaba el lugar donde se construyó lo que ahora es el Palacio Nacional) también causó el estupor de los europeos. Levantado con piedra volcánica porosa tenía más de cien baños; muros recubiertos de mosaicos y techos de maderas preciosas; zoológicos y jardines botánicos, albercas y jardines de flores. Las jaulas de madera estaban a cargo de cientos de hombres que atendían a las aves, gatos salvajes, pumas, jaguares y coyotes; había vastos estanques con garzas, patos, cisnes y una enorme colección de serpientes. El zoológico incluso contaba con fenómenos humanos como enanos y albinos.

El humilde varón nahua que vivía lejos del Gran Teocali estaba poco dentro de su hogar y mucho en el exterior, y desde su chinampa constantemente veía al levantar sus ojos “la silueta de las pirámides y el blanco deslumbrador de los edificios bajo el sol de mediodía”. (En la actualidad los cimientos de los edificios españoles están llenos de piedra prehispánica y de los fragmentos de bajorrelieves y de las estatuas.) Apenas podía decirse que había arte profano: prácticamente todo arte cargaba un contenido religioso. Tlatelolco, ciudad gemela de México, tenía una plaza como del triple de Salamanca. (A partir de ahora eludo la palabra “azteca” que no se popularizó sino hasta el siglo XVIII. Usaré en su lugar el término original, “mexicas”, o alternativamente “antiguos mexicanos”.) El aspecto de la capital mexica era el de una ciudad doble. El principal barrio comercial “chispeaba con la gritería de los vendedores del mercado”. En Tlatelolco el gran templo a Huitzilopochtli era impresionante porque no había otros templos alrededor que le hicieran sombra.

Tenochtitlan era una ciudad anfibia en medio de “aguas de flores, aguas de oro, aguas de esmeralda” que en tan espaciada arquitectura en el Valle de México tenía como techo al cielo y, como suelo, al inmenso lago azulverdoso de Tezcoco. La cantidad de dioses del panteón mexica era tan grande —sólo de deidades principales había unas doscientas— que los cronistas les perdieron la cuenta. Las terrazas de los nobles estaban coronadas de jardines. Moctezuma, quien tuvo muchos hijos con sus esposas y concubinas, tenía tres mil servidores en su palacio. La pirámide denominada Gran Teocali (“Templo Mayor” en el México actual), que se muestra en la ilustración de arriba, descansaba sobre un espacio de 100 metros de largo por 80 de ancho, y tenía unos 60 metros de altura. La fachada comenzaba con grandes cabezas de serpiente y en la plataforma había estatuas que sostenían los estandartes que se desplegaban durante las fiestas. La pirámide estaba completamente rodeada por cabezas de serpiente que formaban una muralla fortificada de aproximadamente 400 metros de largo por 300 de ancho, con cuatro puertas. Los dos adoratorios habitados por la dualidad Tláloc-Huitzilopochtli estaban pintados: uno de blanco y azul en el lado norte, y otro blanco y rojo en el lado sur. Este último estaba ornamentado con calaveras esculpidas y almenas con formas de mariposas. Defender el templo de Huitzilopochtli siempre fue considerado uno de los deberes de los soberanos. Sol y lluvia, Huitzilopochtli y Tláloc, era el legado de los tenochcas: guerreros nómadas y mexicas sedentarios. Los santuarios que coronaban la pirámide trunca eran habitáculos estrechos, aunque altos para albergar el par de estatuas de tres metros de estos dioses. Los techos de crestería imitaban a los de los templos mayas, y daban un efecto visual de mayor altitud. (Llama enormemente la atención que al otro lado del Atlántico estructuras muy similares, los zigurat, habían sido comunes en los templos caldeos o babilonios: culturas que Julian Jaynes también denomina reinos bicamerales.)

Los antiguos mexicanos alegremente se desprendían de su mejor arte: enterrando animales, plumas, flores, insectos, tesoros y aún seres humanos como ofrendas a las deidades. Los templos mismos eran una inmensa ofrenda cargada por dentro con los restos de estos sacrificios que quedaban atrapados cada vez que se reconstruía la edificación. El Templo Mayor fue reconstruido varias veces. Al igual que los templos teotihuacanos y mayas poseía capas, una encima de la otra, como muñecas rusas. Cuando los españoles lo destruyeron encontraron que sus entrañas ocultaban innumerables joyas de oro, piedras preciosas y huesos que habían quedado encerrados a manera de ofrenda. En esta gran pirámide también se encontraba el colegio de la teocracia militar para la educación de la elite de los muchachos mexicas. Trazada bajo una aritmética perfecta que nos recuerda Teotihuacan, enfrente del Templo Mayor lucía el templo de Quetzalcóatl, la única edificación circular de la gran plaza, y a uno de sus costados la pirámide de Tezcatlipoca. Alrededor de los templos había anexos de culto como los tzompantli llenos de cabezas humanas decapitadas, muchas descompuestas hasta tornarse en calaveras, artísticamente colocadas orden horizontal. Las casas de los caciques eran enormes construcciones de madera. Las recámaras más grandes tenían más de treinta metros de largo y otros tantos de ancho.

Es curioso que mis imaginerías al bañarme cuando vivía en la casa de San Lorenzo, contadas en mi libro anterior, hayan tenido en el pasado su correspondiente de realidad. Cierto que en esas imaginerías no visualizaba a los tambores resonantes o los hogares rojizos de los templos, ya que en Tenochtitlan se usaban principalmente instrumentos de percusión. Pero algo de esas danzas y embriaguez colectiva, una catarsis de algo recóndito en el alma nahua, llegaba a la mente del niño que fui. (Muchos han escuchado al grupo de niños, que me incluye, tocando el tambor vertical llamado huéhuetl gracias a una grabación comercial realizada cuando estudiaba en el método musical de mi padre: un apasionado del folclore nativo.) La gran danza que se celebraba a pié de las pirámides duraba horas a la luz de enormes braseros y antorchas a altas horas de la noche. Al ocultarse el sol iniciaban las danzas entre el sonido de las flautas (precisamente lo que me imaginaba oír de niño), los tambores de los templos y las llamas de enormes trípodes quemando maderas. Nada más importante, escribe Jacques Soustelle, que esos cantos y danzas para los antiguos mexicanos.
¿Nada de mi nombre será algún día?
¿Nada mi fama será en la tierra?
¡Al menos flores, al menos cantos!




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Nota: El libro completo puede leerse en mi página web, aquí.


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