miércoles, 31 de marzo de 2010

Cortés y Cuauhtémoc


Antes de continuar publicando capítulos sobre mi libro (véanse las entradas anteriores), quisiera confesar que cuando lo inicié estaba muy renuente a escribir el nombre Hernán Cortés.

Aún recuerdo una ilustración de un libro de texto en la primaria cuando era un niño sobre el suplicio a Cuauhtémoc (“sol al ocaso” o “águila que desciende” significa el nombre del último emperador de los antiguos mexicanos), soportando la quema de sus pies por Cortés y negándose a revelar el sitio del tesoro de Moctezuma. Más de cuarenta años iban a pasar para que me topara con un pasaje de fray Juan de Torquemada que arroja dudas sobre el relato. A principios del siglo XVII Torquemada escribió que Cortés incluso salvó a Cuauhtémoc del tormento que le aplicaron sus compañeros “teniendo por cosa inhumana y avara tratar de tal manera a un rey”. En la escuela también me ocultaron que Cuauhtémoc había tenido un hijo a quien Cortés concedería una encomienda, hijo que recibiría un escudo de armas del mismo Carlos V. De niño me habían metido hasta el tuétano la anécdota que, durante el tormento, Cuauhtémoc le contestaba al rey de Tacuba a su lado quejándose del fuego: “¿Y crees que estoy yo en un lecho de rosas?”

En lugar de adoctrinar a la infancia mexicana con viñetas de dudosa historicidad habría que señalar los verdaderos pecados del conquistador. Por ejemplo, cuando la guerra estalló en toda su furia, y ya con Cuitálhuac como sucesor de Moctezuma, Cortés instituyó la esclavitud de indios marcándolos en la cara con hierro, incluyendo mujeres y niños. (El hecho que una vez consumada la conquista se decretara la pena de muerte a todo español que herrase indios como esclavos no disminuye este crimen.) Esas atrocidades —matanzas, esclavitud y marcaje con hierro— fueron perpetradas por los conquistadores en Tepeaca, Quechula e Izúcar. Hugh Thomas comenta obre esa campaña: “la más brutal, la más importante y la más olvidada de las que libró Cortés”. Por eso quiero volver al porqué de mi renuencia de escribir el nombre del conquistador en los primeros borradores de este libro.

Durante la referida conversación televisada con León Portilla en 1983, Octavio Paz le dijo al ilustre nahualteca, y al resto de sus conciudadanos, que es necesario reconciliarse con el pasado y volver a ver a Cortés como lo que siempre fue: un hombre de carne y hueso. Cortés, el hombre: no el arquetipo que me enseñaron en la escuela. A la par de su crueldad, el Cortés histórico tenía una faceta humanitaria. Cuando Moctezuma murió después de que le llovieran piedras lanzadas por su pueblo “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”, tanto así que “fue tan llorado como si fuera nuestro padre, y no nos hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era”.

Esta es la clave para entender al humano, no al arquetipo, que atormenta a muchos mexicanos. A fin de cuentas, había sido el jovencísimo Cuauhtémoc, el hijo de sangre real de Ahuitzotl, quien asestó el primer flechazo que habría de victimar a Moctezuma cuando su pueblo percibió su conducta ante el invasor como aplacante y traicionera. Es increíble que, debido a tanta leyenda negra, apenas recientemente me haya enterado de que Cuauhtémoc había “lanzado la primera piedra” que terminaría con la vida de quien había sido el señor de señores del México antiguo.

El retrato bernaldino de Cortés es tan verosímil que, para el lector honesto, leerlo pone en evidencia la disociación de los académicos y de un pueblo empecinado en desconocer su historia. Incluso el más conocido historiador mexicano de la actualidad, Enrique Krauze, le huye al tema de la conquista. Es la terrible confusión de los sentimientos —la gran pérdida que aún siento por la destrucción de la ciudad más bella del mundo a la vez de saber que, al destruir el teocali y exhumar los restos del niño, éste también sería vindicado— lo que los historiadores no pueden tolerar. El indigenista prefiere irse a los polos como el de Diego Rivera: quien pintó a Cortés como un microcéfalo en uno de sus coloridos murales. El hispanófilo se va al otro extremo, el de Vasconcelos, quien le llamó “Don Hernando” en su Breve historia de México y siempre lo tuvo en un lugar de honor. Pero una escena como Cortés y los suyos llorando ante el lecho de muerte de Moctezuma es un hecho histórico que ningún mexicano que conozco ha procesado en sus adentros. Nadie lamenta y a la vez celebra la caída de “la cosa más hermosa” como dice el innombrable en su misiva al emperador.

La conquista de México fue un tremebundo clash de psicoclases. Si llegara a cumplir mi vocación de antaño filmaría la tragedia de forma tal que, al llorar los rústicos soldadotes, haría llorar al público por igual. Entonces se rompería el hechizo que ha caído sobre el mexicano desde hace casi quinientos años. Entonces se vería cómo la puñalada que los mestizos apiñonados llevan en la espalda, se refleja la ausencia de estatuas a Cortés, la Malinche y Moctezuma a la par de enormes estatuas en honor a Cuitálhuac y Cuauhtémoc en la calzada más importante de la capital. Entonces se vería, como dice Colin Ross, que llorar, y llorar en grande, es la meta última de su terapia de grupo. Los mexicanos tienen medio milenio de un duelo que no termina porque son incapaces de llorarlo. Llorarlo en las crónicas que no leen, en novelas que no escriben y en películas que no filman.

El odio hacia los abusivos padres se transmuta en llanto y la liberación del trauma en los pacientes del Instituto Ross se torna explosiva. Claro que en mi proyectada película además de lágrimas no faltarían imágenes de los españoles rezagados en los combates llevados a la piedra sacrificial al son de un enorme tambor que producía un sonido que espeluznaba a quienes habían logrado salvar el pellejo. Al mismo Cortés le espantaba tanto el sonido sordo del tambor de guerra, que él y sus compañeros tuvieron que oír por cuatro días, que escribió que parecía el fin del mundo. Desde la calzada de Tacuba los castellanos vieron cómo, completamente desnudos, sus compañeros eran, a empujones y a palos, forzados a subir el gran templo donde les ponían plumas en la cabeza y “les hacían bailar delante de Huichilobos”, para luego recostarlos boca arriba y sacarles el corazón. A los cadáveres los tiran por las gradas abajo, donde aguardan “otros indios carniceros” que los desmiembran, desollan las caras y las adoban como cueros de guantes para sus fiestas, comiéndose las carnes de las piernas y los brazos “con chimole, y desta manera sacrificaron a todos los demás”.

La conquista de México-Tenochtitlan fue lo que los mexicanos de hoy día llamarían, muy coloquialmente, una supermadriza: y ya puedo imaginármela en mis mentadas máquinas para ver el pasado. Si bien podría expandir esta entrada, prefiero detenerme y recordar que mi propia ambivalencia acerca de la destrucción de la ciudad más bella se refleja en el hecho que uno de los edificios fundacionales de la plaza del Templo Mayor de Tenochtitlan, actualmente desaparecido, era la celda para los niños que serían sacrificados a Tláloc.