jueves, 16 de julio de 2009

Dos grandes decepciones


Para un consumado crítico de cine como yo, quien iba a ser un director de cine mucho mejor que mi primito Gerardo Tort, Harry Potter y el Príncipe Mestizo ha sido una gran desilusión. La gloria que alcanzó la serie Potter con El Prisionero de Azkaban, la tercera entrega, dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón, no sólo no fue igualada en las entregas cuarta y quinta, sino que la sexta marca un definitivo declive artístico y humano en la concepción de hacer buen cine. Con El Prisionero de Azkaban Cuarón filmó una de sus dos obras verdaderamente maestras (la otra es Hijos de los Hombres). Si yo le daría a Cuarón un 9.7 ó 9.8 por El Prisionero de Azkaban, a David Yates, el director de El Príncipe Mestizo le daría un 3.3; un 3.5 como máximo. Es decir: lo repruebo.

Es absolutamente imperdonable que el guionista y Yates hayan omitido la escena inicial de la novela de Rowling en que Dumbledore le da una regañiza a los tíos de Harry por haberlo tratado tan mal durante todos esos años. Y es igualmente imperdonable que omitieran el duelo de Harry por haber perdido a lo único que quedaba de su familia: su padrino Sirius Black.

En lugar de aprovechar estos dos estupendos referentes nostálgicos de las previas entregas, el guionista y Yates inventaron la estúpida escena de un café de Londres en que Harry quiere ligarse a una mesera muggle que no aparece en la novela de Rowling (“muggle” son las personas que no tienen ninguna habilidad mágica y que no pertenecen a la comunidad de magos).

Vi la película en España. Infortunadamente, en ese país no subtitulan las películas (como en México) sino que las doblan. Así que aún tengo que ver la película en el original en inglés, como siempre las veo. Es sintomático que en el estreno de medianoche en un país de habla inglesa la gente haya aplaudido animosamente en los primeros segundos al ver plateadas las palabras “Harry Potter” después de una dolorosa ausencia de dos años en la pantalla grande, pero apenas si aplaudieron al final de El Príncipe Mestizo (como lo habían hecho, por ejemplo, con su predecesora: Harry Potter y la Orden del Fénix).

Hubo quienes estuvieron a punto de llorar cuando, al leer la novela de Rawling, Dumbledore muere en un muy trágico final. Debilitado por una agua tóxica que bebió, Dumbledore no puede pelear contra sus enemigos con su usual destreza. La película no muestra este debilitamiento corporal de Dumbledore dentro de la torre. El guionista y Yates se las ingeniaron para filmar un final monocromático—¡toda la película parece medio monocromática comparada con las previas!—en que apenas se nos encoge el corazón. Ese final, en que Yates se alejó tanto de la novela, fue peor que una falta de cinematografía humana: yo lo llamaría blunder, un error garrafal.

Desde el punto de vista positivo, el filme de Yates me hizo reír mucho cuando Harry se toma el elixir de la buena suerte, así como en los enredos amorosos de tan bellos adolescentes. Pero estos aciertos no compensan, ni con mucho, los desaciertos del director. Habla mal de la cultura mercantilista en que vivimos el hecho de que no le haya dado a Cuarón la oportunidad de filmar esta película—y las últimas de Harry Potter que actualmente se filman en Inglaterra.


Debajo del planeta de los simios - traición de la primera película

Una decepción mucho más grave fue la que me llevé cuando era un púber. Uno de los recuerdos de la época del primero de secundaria fue el golpe que recibí al enfrentarme al hecho de cómo el mercado corrompía mis más queridos ideales.

En el tercer libro de mi serie hablé de cómo me gustó El planeta de los simios el mismo año que se estrenó la obra magna de Kubrick. Cuando me enteré de niño que estaban filmando la segunda parte me encantó la idea y me imaginaba que sería una película que respetaría la fascinante historia del original. Recuerdo que me parecieron muy largos los meses en los que, con gran ansia, esperaba que se estrenara Debajo del planeta de los simios. Cuando por fin se estrenó y fui con mi primo Julio al Cine Insurgentes, recibí un shock. La cinta era absolutamente distinta de lo que me imaginaba que debiera ser una secuela legítima. De niño no tenía la más remota idea de los intereses del mercado, y mucho menos me imaginaba que esos intereses nada tenían que ver con el arte o la crítica social: valores presentes en la película del 68. Debajo del planeta de los simios, que salió al mercado en México unos tres años después de la película original de Franklin Schaffner, resultó ser una absoluta bazofia y lo peor fue que hizo sentirme totalmente defraudado.

Como viñeta personal me permito decir que, al salir del cine con mi primo Julio, en la ofuscación nos cruzamos directamente a la glorieta que se encuentra a la salida del Cine Insurgentes en lugar de bordearla. Nos atascamos él y yo ya estando en ella por la velocidad de los coches que no nos dejaban salir de la glorieta. No estaba construida para peatones, pero eso lo descubrí hasta que me percaté que en la “banqueta” que la glorieta tenía alrededor apenas había lugar para mis pies. En cierto sentido habíamos arriesgado nuestras vidas al precipitarnos a la glorieta cuando salimos del cine. Yo habría tenido unos doce años; Julio, unos diez. La caótica salida en la avenida ruidosa y transitada de los Insurgentes, y el congestionamiento de esos dos niños solos en la inmensa glorieta, fue un pertinente corolario a una gran decepción.

Los años y aún décadas posteriores me mostrarían que lo que me sucedió ese día había sido sólo el primer caso entre muchos chascos cinematográficos sobre películas de las que esperaba algo mucho mejor. Por ejemplo, en el seudoremake de El planeta de los simios del año 2001 me salí decepcionado del cine después de menos de veinte minutos de haber iniciado la película.

A mis cuarentas sé qué hacer ante las bazofias que traicionan la obra de arte original. No a mis doce...

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