lunes, 29 de marzo de 2010

La ciudad “más hermosa del mundo”



Después de mucho pensarlo por cuestiones de derechos de autor, en esta entrada presento el capítulo 6 de El Retorno de Quetzalcóatl (los enlaces a los capítulos del 6 al 12 aparecerán al final de las siguientes entradas). Sólo una sección de mi libro será publicada en este blog.

En mi libro explico qué es la Psicohistoria a partir de las culturas prehispánicas. La razón por la que exhumo parte de estos textos destinados al papel es porque muchos estamos hartos de La Leyenda Negra, y no hay mucho material que desmienta la propaganda indigenista en las universidades.



El Retorno de Quetzalcóatl: Capítulo 6

La ciudad “más hermosa del mundo”



Bernal Díaz del Castillo escribiría en sus memorias sobre lo que, en ruta a Tenochtitlan con sus compañeros de armas, vio a sus veintidós años:
Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas del encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes [templos] y edificios, que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños.
Cuando el sombrío Lutero martilleó sus tesis en los portones de Wittenberg, ningún hombre de raza blanca sabía de la existencia de un continente entero y del poder más extenso que conociera Mesoamérica: un imperio que tocaba ambos océanos y en cuya ciudad inundaba la luz. Y aún en nuestra época se desconoce la enorme plaza que asombró a Bernal Díaz porque sus camaradas la arrasaron en su totalidad. Si bien después de la conquista Rodrigo de Castañeda acusó a Hernán Cortés de desear preservar los tempos y sus efigies, México-Tenochtitlan fue objeto de un vandalismo sistemático. Ni un solo edificio quedó en pié en lo que ahora es la Ciudad de México, que recuerda lo que los romanos hicieron en la tercera guerra púnica: no dejaron piedra sobre piedra de Cartago y construyeron una ciudad romana sobre sus ruinas. No conformes con eso, después de la devastación física de los soldados, Zumárraga quemó las bibliotecas mexicas. Como dice un poema azteca:
Hemos de dejar los bellos cantos,
Hemos de dejar las bellas flores.
Sin embargo, bajo las edificaciones novohispanas algunos cimientos desenterrados permiten reconstruir a los arquitectos modernos cómo era la antigua ciudad india; además de que sobrevivieron las descripciones del capitán de los conquistadores, quien nos informa que las calles de Tenochtitlan:
son muy anchas y muy derechas, algunas de estas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua, por la cual andan en sus canoas, y todas las calles, de trecho a trecho, están abiertas, por donde atraviesa el agua de las unas a las otras, y en todas estas aberturas, que algunas son muy anchas, hay sus puentes, de muy anchas y muy grandes vigas juntas y recias y bien labradas, y tales que por muchas de ellas pueden pasar diez a caballo juntos a la par.
El mismo Cortés le escribió a Carlos V que la ciudad era “la más hermosa cosa del mundo”. Mucho más grande que Sevilla, la ciudad española más grande en ese tiempo, tres calzadas convergían al centro de la ciudad lacustre, uniendo la isla con la costa. “Es cosa admirable el ver cuánta razón ponen en todas las cosas”, le escribió Cortés al rey. En las calles de una ciudad que resplandecía como una joya de piedra y agua y cielo los habitantes solían salir “a pasear unos por agua en estas barcas y otros por tierra, y van en conversación”.

Tenochtitlan era objeto de admiración por sus treinta palacios de roca rojiza y porosa, sus casas de la clase alta (según el conquistador Diego de Ordás, superiores a las de España); su inmenso conjunto de sus casas de blanco inmaculado y construcciones decoradas con bajorrelieves y esculturas de piedra (a diferencia de otros pueblos que las hacían de barro), algunas estatuas decoradas incluso con oro, plumas y pieles de animales; por sus plumas de amarillo del papagayo; por sus piedras preciosas como el verde del jade y el rojo de los granates; por “sus himnos florecidos en la primavera y la flor del corazón nahua abierto”, y porque en ese insólito mundo en que jamás se hizo uso práctico de la rueda millares de canoas, las grandes hasta con sesenta indios a bordo, convergían diariamente en la ciudad lacustre.

La plaza central que se ve en la imagen de arriba (en cuyo lugar hoy día se encuentra un zócalo infestado de lo que en mi anterior libro denominé “la marabunta de Neandertales”) tenía la forma de un rectángulo. Los monumentos estaban adornados con frescos, perdidos para siempre tras el derrumbamiento de las paredes que los sustentaban, y además del acueducto había fuentes que brotaban del suelo de la isla central. El palacio de Nezahualcóyotl en Tezcoco, estado perteneciente a la triple alianza junto con Tenochtitlan y Tlacopan, estaba cercado por más de dos mil sabinos. Además de este palacio Nezahualcóyotl tenía jardines en otras localidades “con andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutos y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce, u otra cosa de ver: que podían entrar en el vergel grandes canoas desde la laguna por una apertura que tenían hecha, sin saltar en tierra, y todo muy encalado y lucido, de muchas maneras de piedras y pinturas en ellas que había harto que ponderar”. Como en mis ensoñaciones de niño con la Coatlicue contadas en mi anterior libro, los laberintos y las cascadas artificiales de esos jardines proporcionaban un ambiente fresco y tonificante.

Ya podemos imaginar la impresión que este mundo totalmente aparte causó en los europeos, quienes no cesaron de admirarse de la riqueza de los vestidos tornasolados; de los colores y dibujos en la indumentaria de mujeres con cabello teñido de morado para que brillara y los dientes manchados de negro con cochinilla; de la vestimenta de los nobles decorada en bordados policromos con dibujos que representaban corazones y luciendo collares de cuentas de jade, de turquesa o con enormes objetos de diorita, pelucas y pieles de jaguar, brazaletes en los brazos y tobillos, o la simple “muchedumbre de morenos bajo sus vestidos blancos”. Los guerreros se pintaban la cara con rayas; otros con polvo amarillo ocre, untándose los pies con ungüentos de copal y tatuándose las manos con diseños. Era un espectáculo verlos alrededor del emperador, los estandartes de tela y los inmensos adornos de oro y de plumas de quetzal exquisitamente cortadas formando ramilletes de mil colores; artes elaborados bajo una técnica musivaria en agudo contraste con la vestimenta negruzca de los sacerdotes con figuras de cráneos y huesos humanos. Qué desatinada es la petrificada imagen del Museo Anahuacali de Diego Rivera para transmitir el universo abierto al aire libre, luminoso y multicolor de los aztecas. Paradójicamente, los murales de Rivera (por ejemplo, éste de Tenochtitlan vista desde un hipotético punto de visto desde el mercado de Tlatelolco), son atinadísimos.

El palacio de Moctezuma (que ocupaba el lugar donde se construyó lo que ahora es el Palacio Nacional) también causó el estupor de los europeos. Levantado con piedra volcánica porosa tenía más de cien baños; muros recubiertos de mosaicos y techos de maderas preciosas; zoológicos y jardines botánicos, albercas y jardines de flores. Las jaulas de madera estaban a cargo de cientos de hombres que atendían a las aves, gatos salvajes, pumas, jaguares y coyotes; había vastos estanques con garzas, patos, cisnes y una enorme colección de serpientes. El zoológico incluso contaba con fenómenos humanos como enanos y albinos.

El humilde varón nahua que vivía lejos del Gran Teocali estaba poco dentro de su hogar y mucho en el exterior, y desde su chinampa constantemente veía al levantar sus ojos “la silueta de las pirámides y el blanco deslumbrador de los edificios bajo el sol de mediodía”. (En la actualidad los cimientos de los edificios españoles están llenos de piedra prehispánica y de los fragmentos de bajorrelieves y de las estatuas.) Apenas podía decirse que había arte profano: prácticamente todo arte cargaba un contenido religioso. Tlatelolco, ciudad gemela de México, tenía una plaza como del triple de Salamanca. (A partir de ahora eludo la palabra “azteca” que no se popularizó sino hasta el siglo XVIII. Usaré en su lugar el término original, “mexicas”, o alternativamente “antiguos mexicanos”.) El aspecto de la capital mexica era el de una ciudad doble. El principal barrio comercial “chispeaba con la gritería de los vendedores del mercado”. En Tlatelolco el gran templo a Huitzilopochtli era impresionante porque no había otros templos alrededor que le hicieran sombra.

Tenochtitlan era una ciudad anfibia en medio de “aguas de flores, aguas de oro, aguas de esmeralda” que en tan espaciada arquitectura en el Valle de México tenía como techo al cielo y, como suelo, al inmenso lago azulverdoso de Tezcoco. La cantidad de dioses del panteón mexica era tan grande —sólo de deidades principales había unas doscientas— que los cronistas les perdieron la cuenta. Las terrazas de los nobles estaban coronadas de jardines. Moctezuma, quien tuvo muchos hijos con sus esposas y concubinas, tenía tres mil servidores en su palacio. La pirámide denominada Gran Teocali (“Templo Mayor” en el México actual), que se muestra en la ilustración de arriba, descansaba sobre un espacio de 100 metros de largo por 80 de ancho, y tenía unos 60 metros de altura. La fachada comenzaba con grandes cabezas de serpiente y en la plataforma había estatuas que sostenían los estandartes que se desplegaban durante las fiestas. La pirámide estaba completamente rodeada por cabezas de serpiente que formaban una muralla fortificada de aproximadamente 400 metros de largo por 300 de ancho, con cuatro puertas. Los dos adoratorios habitados por la dualidad Tláloc-Huitzilopochtli estaban pintados: uno de blanco y azul en el lado norte, y otro blanco y rojo en el lado sur. Este último estaba ornamentado con calaveras esculpidas y almenas con formas de mariposas. Defender el templo de Huitzilopochtli siempre fue considerado uno de los deberes de los soberanos. Sol y lluvia, Huitzilopochtli y Tláloc, era el legado de los tenochcas: guerreros nómadas y mexicas sedentarios. Los santuarios que coronaban la pirámide trunca eran habitáculos estrechos, aunque altos para albergar el par de estatuas de tres metros de estos dioses. Los techos de crestería imitaban a los de los templos mayas, y daban un efecto visual de mayor altitud. (Llama enormemente la atención que al otro lado del Atlántico estructuras muy similares, los zigurat, habían sido comunes en los templos caldeos o babilonios: culturas que Julian Jaynes también denomina reinos bicamerales.)

Los antiguos mexicanos alegremente se desprendían de su mejor arte: enterrando animales, plumas, flores, insectos, tesoros y aún seres humanos como ofrendas a las deidades. Los templos mismos eran una inmensa ofrenda cargada por dentro con los restos de estos sacrificios que quedaban atrapados cada vez que se reconstruía la edificación. El Templo Mayor fue reconstruido varias veces. Al igual que los templos teotihuacanos y mayas poseía capas, una encima de la otra, como muñecas rusas. Cuando los españoles lo destruyeron encontraron que sus entrañas ocultaban innumerables joyas de oro, piedras preciosas y huesos que habían quedado encerrados a manera de ofrenda. En esta gran pirámide también se encontraba el colegio de la teocracia militar para la educación de la elite de los muchachos mexicas. Trazada bajo una aritmética perfecta que nos recuerda Teotihuacan, enfrente del Templo Mayor lucía el templo de Quetzalcóatl, la única edificación circular de la gran plaza, y a uno de sus costados la pirámide de Tezcatlipoca. Alrededor de los templos había anexos de culto como los tzompantli llenos de cabezas humanas decapitadas, muchas descompuestas hasta tornarse en calaveras, artísticamente colocadas orden horizontal. Las casas de los caciques eran enormes construcciones de madera. Las recámaras más grandes tenían más de treinta metros de largo y otros tantos de ancho.

Es curioso que mis imaginerías al bañarme cuando vivía en la casa de San Lorenzo, contadas en mi libro anterior, hayan tenido en el pasado su correspondiente de realidad. Cierto que en esas imaginerías no visualizaba a los tambores resonantes o los hogares rojizos de los templos, ya que en Tenochtitlan se usaban principalmente instrumentos de percusión. Pero algo de esas danzas y embriaguez colectiva, una catarsis de algo recóndito en el alma nahua, llegaba a la mente del niño que fui. (Muchos han escuchado al grupo de niños, que me incluye, tocando el tambor vertical llamado huéhuetl gracias a una grabación comercial realizada cuando estudiaba en el método musical de mi padre: un apasionado del folclore nativo.) La gran danza que se celebraba a pié de las pirámides duraba horas a la luz de enormes braseros y antorchas a altas horas de la noche. Al ocultarse el sol iniciaban las danzas entre el sonido de las flautas (precisamente lo que me imaginaba oír de niño), los tambores de los templos y las llamas de enormes trípodes quemando maderas. Nada más importante, escribe Jacques Soustelle, que esos cantos y danzas para los antiguos mexicanos.
¿Nada de mi nombre será algún día?
¿Nada mi fama será en la tierra?
¡Al menos flores, al menos cantos!




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Nota: El libro completo puede leerse en mi página web, aquí.


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©2008 C.T.

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