domingo, 21 de diciembre de 2008

Will Durant y la nefasta influencia de Asia en Occidente

La influencia del misticismo asiático en Occidente ha sido nefasta: desde las secuelas de las invasiones de Alejandro Magno hasta la influencia contemporánea en el movimiento new age. Las extensas citas del libro de Durant, Historia de la filosofía, le pegan al clavo a lo que quiero decir. Me ahorraré poner puntos suspensivos entre corchetes para darle más agilidad al texto. En Historia de la filosofía (Joaquín Gil, editor, Buenos Aires, 1961) Will Durant escribió:

Cuando Esparta bloqueó y obligó a Atenas a rendirse (hacia finales del siglo quinto a. de J.C.), la madre de la filosofía griega y del arte perdió la supremacía política y declinaron el vigor y la independencia del espíritu griego. Cuando en 399 (a. de J.C.) fue ejecutado Sócrates, el alma de Atenas casi murió con él, pues se prolongó únicamente en su orgulloso discípulo, Platón. Y cuando Filipo de Macedonia derrotó a los atenienses en Queronea (338 a. de J.C.) y, tres años después, Alejandro arrasó hasta sus cimientos la gran ciudad de Tebas, a pesar de haber respetado ostentosamente la casa de Píndaro, no pudo ocultarse que la independencia de Atenas, en cuanto a gobierno y en cuanto a pensamiento, había sido irrevocablemente destruida. La dominación de la filosofía griega por el macedonio Aristóteles reflejaba el dominio en la política griega de los viriles y jóvenes países del Norte.

El mismo Alejandro, en el momento de su triunfo, fue conquistado por el alma de Oriente. Se casó (entre otras esposas que tuvo) con la hija de Darío; adoptó la diadema y el vestido real de los persas; introdujo en Europa la noción oriental del derecho divino de los reyes; y, finalmente, dejó estupefacto al escepticismo griego, al anunciarle, en magnífico estilo oriental, que él era un dios. Grecia se echó a reír; y Alejandro se entregó a la bebida hasta matarse.

Es curioso cómo leo yo la historia y cómo la leen otros. A partir de mi descubrimiento de la psicohistoria, mi visión sobre el mundo clásico cambió sustancialmente. Ahora veo cosas que antes se me pasaban del todo desapercibidas. Alejandro arrasó Tebas, donde, si bien recuerdo en una de mis lecturas, se comenzaba a cuestionar la práctica del infanticidio por medio del expósito.

Esto es absolutamente central para entender el verdadero porqué de la decadencia de Grecia. Partiendo de lo que Lloyd deMause llama evolución psicogénica, se ve claro que el mundo helénico sufrió una regresión. Los filósofos griegos aprobaban el expósito en tiempos en que Filipo V de Macedonia quería prohibir la limitación de la familia a través de esas prácticas. Y cuando posteriormente Roma conquistó la península, los decadentes griegos habían estado incrementando no sólo el aborto, sino el infanticidio, especialmente a través del expósito de bebés niñas. El saldo psicológico de esta regresión en puericultura fue una regresión al pensamiento mágico. Durant escribió:

Esta sutil infusión del alma oriental en el cuerpo fatigado del dominador griego fue continuada por la introducción de las sectas y las religiones orientales en Grecia, las cuales llegaban por aquellas mismas vías de comunicación que el joven conquistador había abierto; aquella ruptura de los diques vertió el océano del pensamiento oriental en las tierras bajas del todavía adolescente pensamiento occidental.

Las creencias místicas y supersticiosas que habían arraigado entre las poblaciones bajas de la Hélade se vieron reforzadas y se propagaron; y el espíritu oriental de apatía y resignación halló un suelo preparado en la Grecia decadente y desalentada. La introducción de la filosofía estoica en Atenas por el mercader fenicio Zenón (alrededor de 310 a. de J.C.) no fue sino una de tantas infiltraciones orientales. Tanto el estoicismo como el epicureismo, la apática aceptación de la derrota y el esfuerzo para olvidarla en brazos del placer, eran teorías para demostrar que se podía ser feliz, aunque fuera bajo el yugo y la esclavitud; exactamente lo mismo que el pesimista estoicismo oriental de Schopenhauer y el desalentado epicureismo de Renán, fueron, en el siglo XIX, símbolos de una Revolución quebrantada y de una Francia destrozada.

Claro que estas antítesis naturales de la moral filosófica no eran del todo nuevas en Grecia. Las hallamos en el sombrío Heráclito y en el "filósofo risueño" Demócrito; y vemos cómo los discípulos de Sócrates se dividieron en cínicos y cirenaicos bajo la dirección de Antístenes y Aristipo, que enaltecían los unos la escuela de la apatía, y los otros la felicidad. Pues bien, éstas eran modas exóticas de pensamiento: la imperial Atenas no las aceptó. Pero cuando Grecia vio a Queronea ensangrentada y a Tebas hecha cenizas prestó oídos a Diógenes y, una vez la gloria se hubo alejado de Atenas, ésta ya estaba madura para Zenón y Epicuro. Zenón fundó su filosofía de la apatía en un determinismo que otro estoico posterior, Crisipo, apenas pudo distinguir del fatalismo oriental. Así como Schopenhauer consideraba inútil para la voluntad individual luchar con la voluntad universal, los estoicos argüían que la indiferencia filosófica era la única actitud razonable para una vida en la cual la lucha por la existencia está condenada tan injustamente a una derrota inevitable. Puesto que la victoria es completamente imposible, hay que despreciarla. El secreto de la paz no consiste en que nuestras realizaciones sean iguales a nuestros deseos, sino rebajar nuestros deseos al nivel de nuestras realizaciones. Ante la guerra y la muerte inevitables, no queda otra sabiduría sino la ataraxia: "considerar todas las cosas con espíritu tranquilo". Bien se advierte aquí que ha desaparecido la antigua alegría pagana, y que un espíritu casi exótico tañe una lira rota.

Aquí Will Durant escribe varios párrafos sobre Lucrecio:

Y si tal es el ánimo del seguidor de Epicuro, podemos imaginarnos lo que tendría de risueño el optimismo de los estoicos declarados, como Marco Aurelio y Epiceto. No hay nada en toda la literatura tan deprimente como las Disertaciones del Esclavo, si no son las Meditaciones del emperador. "No pretendas que las cosas que han de venir sucedan como tú quieras. Por el contrario, has de querer que vengan como hayan de venir, y así harás lo que debes". No hay duda de que así uno puede dictar el futuro y jugar el papel de autoridad regia ante el universo. La historia nos dice que el amo de Epiceto, que lo trataba con insistente crueldad, un día, para pasar el rato, se entretenía en retorcerle la pierna. "Si continúas, dijo Epiceto tranquilamente, me romperás la pierna". Continuó el amo y la pierna se rompió. "¿No te decía yo —observó Epiceto dulcemente— que ibas a romperme la pierna?" Verdaderamente hallamos en esta filosofía cierta nobleza mística, como el valor tranquilo de algún pacifista de Dostoievski. "Nunca digas que has perdido alguna cosa, sino que la has devuelto. ¿Se te murió tu hijo? Lo has devuelto. ¿Se te ha muerto tu mujer? La has restituido. ¿Te han privado de tu campo? ¿Acaso no lo has devuelto también?" En tales pasajes sentimos la proximidad del cristianismo y de sus indomables mártires; y en efecto, ¿no fueron acaso fragmentos de doctrina estoica, que flotaban en la corriente del pensamiento, los que formaron la ética cristiana de la abnegación de sí mismo? En Epiceto, el alma grecorromana ha perdido su paganismo, y se halla preparada para una fe nueva. Su libro mereció el honor de ser adoptado como manual religioso por la Iglesia Cristiana primitiva. De esas Disertaciones y de las Meditaciones de Marco Aurelio a La Imitación de Cristo no hay más que un paso.

La riqueza de Roma se convirtió en pobreza, la organización en desintegración, el poder y el orgullo en decadencia y apatía. Las ciudades se desvanecían en el indistinto interior; las carreteras se hallaban en el mayor descuido y ya no rumoreaba por ellas el comercio; las pequeñas familias de los romanos distinguidos fueron suplantadas por las incultas y vigorosas cepas de los germanos que llegaban trepando las fronteras, año tras año; la cultura pagana cedió a los cultos orientales; y de un modo imperceptible el Imperio romano se convirtió en Papado.

El abismo que nos separa a nosotros, hijos tardíos del mundo grecorromano, de la visión pesimista de las religiones que surgieron en Asia, y especialmente en la India, queda reflejado en estas espléndidas páginas de Historia de la filosofía.

Las secuelas fueron muy graves. Parece increíble que durante quinientos años de la cristiandad los hombres comunes, incluyendo los reyes, no supieran leer. El saber de la cultura clásica no se había perdido: había sido voluntariamente destruido. San Gregorio mismo fue alabado por quemar bibliotecas enteras. Como ven al mundo los humanistas seculares después de Gibbon, el reino de los mil años de oscuridad se debió a que una secta tomó el poder en Europa. Yo diría que la etiología raíz de esta catástrofe fue la regresión psicogénica en que el mundo grecorromano decayó. Durant escribió:

La Iglesia, sostenida en sus primeros siglos por los emperadores, cuyos poderes absorbía poco a poco, creció rápidamente en número, en riqueza, en el carácter de su influencia. En el siglo XIII había ganado un tercio del suelo de Europa, y sus arcas reventaban con las donaciones de ricos y pobres. Durante mil años unió, con la maravilla de una creencia invariable, la mayoría de los pueblos de un continente. Jamás, antes ni después, existió organización alguna tan extensa. Pero tal unidad requería, como pensaba la Iglesia, una fe común exaltada por sanciones sobrenaturales, más allá de los cambios y corrosiones del tiempo; por eso, el dogma definido y definitivo extendió su corteza sobre el espíritu adolescente de la Europa medieval. Y debajo de esa corteza se movió estrictamente la filosofía escolástica de la fe a la razón, y viceversa, dentro de un círculo de hipótesis sin criticar y de conclusiones preestablecidas. En el siglo XIII toda la cristiandad se sintió estremecida y aguijoneada por las traducciones árabes y judías de Aristóteles; pero el poder de la Iglesia era también capaz de asegurar la metamorfosis de Aristóteles en teólogo medieval. El resultado fue de sutileza, pero no de sabiduría. "El ingenio del hombre y el espíritu del hombre —como dijo Bacon—, cuando actúan sobre la materia, trabajan conforme a las necesidades de ésta y se hallan limitados por esta causa; pero cuando actúan sobre ellos mismos, como la araña teje su tela, su trabajo es infinito, y producen tejidos de saber, admirables por la fineza de la trama de la obra, pero sin sustancia y provecho". Tarde o temprano el intelecto europeo había de romper aquella corteza.

Después de mil años de cultivo el suelo volvió a florecer; sus productos se habían multiplicado con un exceso, que compelía al comercio; y el comercio volvió a construir grandes ciudades en sus encrucijadas, donde los hombres pudieron cooperar para fomentar la cultura y reconstruir la civilización. Los Cruzados abrieron las rutas de Oriente, y el paso a una corriente de lujos y herejías enemigos del ascetismo y del dogma. El papel llegaba muy barato de Egipto y sustituía al costoso pergamino que había reducido el saber al monopolio de los sacerdotes; la imprenta, que había esperado largo tiempo, irrumpió como un explosivo y difundió por todas partes su ilustradora y destructiva influencia.

Valientes marineros armados de brújulas se aventuraron al misterio de los mares y acabaron con la ignorancia en que se hallaba el hombre respecto a la tierra; observadores valientes armados de telescopios quisieron ir más allá de los confines del dogma, y desvanecieron la ignorancia en que se hallaba el hombre respecto al cielo. Aquí y allá, en las universidades, en los monasterios y en escondidos retiros, los hombres cesaron de disputar y empezaron a investigar; desviándose del empeño en cambiar los metales en oro, la alquimia se trasmutó en química; saliéndose de la astrología, los hombres, todavía a tientas, con tímido atrevimiento pasaron a la astronomía; y de las fábulas sobre animales parlantes salió la ciencia de la zoología. El despertar comenzó con Roger Bacon (m. en 1294); aumentó con el saber ilimitado de Leonardo (1452-1519); llegó a su plenitud con la astronomía de Copérnico (1473-1543) y Galileo (1564-1642), con las investigaciones de Gilbert (1544-1603) acerca del magnetismo y la electricidad, de Vesalio (1514-1564) sobre anatomía, y de Harvey (1578-1657) sobre la circulación de la sangre. A medida que el saber aumentaba, el miedo disminuía; los hombres pensaban menos en venerar lo desconocido, y más en dominarlo.

Todo humano espíritu se sentía elevado por una confianza nueva; se habían roto las barreras; ya no había límites para lo que el hombre se propusiera realizar.

La recapitulación de Durant desde la época de Aristóteles al Renacimiento, alta visión de águila que me recuerda algunas evaluaciones históricas de Octavio Paz, dejó una honda huella en mi pensamiento: especialmente en lo que a la influencia de la India en nuestro hemisferio se refiere. Desde que asimilé el pensamiento de Durant y otros, no volvería a ver con los mismos ojos a la religión oriental, la subcultura hippie, el new age e incluso las sicoterapias occidentales que, a diferencia del espíritu ateniense, renacentista o ilustrado, nada hacen para cambiar al mundo.

Qué estúpido me parece ahora prender incienso para meditar con música new age, en vez de luchar para erradicar a las familias abusivas y, por ende, a la pobreza. Comparado con toda suerte de new agers y la chabacana cultura que me rodea, me he imbuido del más puro severitas romano. Y no creo que Epiceto no sufriera: ¡embustero! En Grecia se contaba la anécdota de que un orgulloso sofista afirmaba que el dolor físico no existía, y para comprobarlo se arrojó a las llamas —otro mal augurio de lo que esos locos que la cristiandad llama santos harían tiempo después.

Jamás olvidaré mi primera lectura de El ascenso del hombre de Jacob Bronowski. Tan fuerte había sido en 1978 la impresión de un clásico en budismo, Los tres pilares del zen, que en los años ochenta, cuando, con un nuevo espíritu explorador, leía textos sobre ciencia, aún brillaba en mi mente las bellas historias sobre Buda. Cuando en el capítulo final de su libro Bronowski se quejó de que Occidente estuviera rodeado "de budismo zen" y de alegatos sobre "percepción extrasensorial", creí que en ese punto él tenía una limitación.

Muchos años iban a pasar para que comprendiera que el viejo tenía razón. Y es que en esos tiempos juveniles no sabía distinguir entre las cautivantes historias del Buda del dogma, y las del Sidjata Gotama histórico (como lo hice en este Blog en la entrada sobre Buda).

Las prácticas budistas originales, conocidas como vispassana, son tan austeras que requieren de años de silenciosa meditación diaria, donde el sujeto se sienta y no dirige su atención absolutamente a nada, salvo a la propia respiración. Cada vez que un pensamiento discursivo irrumpe en la mente se le aparta. Los proponentes de las nuevas sectas como Meditación Trascendental alegan que, si un porcentaje de los residentes de una ciudad meditan según su regla, los problemas sociales y políticos mejorarían. Pero basta ver a las naciones en que floreció el hinduismo y el budismo, o a la California contemporánea tan llena de gurús, sectas y marabunta de migrantes neandertales, para comprobar que a pesar de sus incontables meditadores tienen los mismos problemas que sus vecinos.

Como lo vieron Durant y otros desde Francis Bacon, el espíritu que refleja lo mejor de nuestra cultura es el de los hombres de la Atenas anterior a Alejandro; del Renacimiento, y el de la Ilustración.

Infortunadamente, en Occidente ahora vivimos una época de regresión hacia el pensamiento místico.

2 comentarios:

Chechar dijo...

Ligeramente modifiqué esta entrada hoy.

David dijo...

Trato de conocer la historia y la cultura de distintos países de todo el mundo y me fascina saber acerca de la tradición de estos países. A mi me encanta la filosofia griega ya que han salido pensadores que revolucionaron la humanidad de este país